martes, 3 de diciembre de 2013


Te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra. (Lc 10,21-24). Por Iván Muvdi.


Hoy, en la primera lectura, tomada del Libro de Isaías, el Señor nos coloca en frente un futuro muy diverso al presente en el que vivimos, presa de la violencia, la injusticia y todo tipo de maldad. Un futuro con el Señor, construido por Él, como el vástago de Jesé que retoña en medio de nuestros desiertos; entraña paz, entraña armonía, convivencia pacífica y por ende felicidad perpetua. Todo esto se expresa con imágenes como un niño metiendo su mano en el nido de la serpiente, o el león pastando junto al buey, sin agredirse mutuamente o recibir algún tipo de daño. Pero pienso que lo clave en esta lectura, lo que nos llevaría a participar o beneficiarnos de ese futuro prometedor son dos cosas:


    1. Lo que inspira a Jesús es el don de Temor del Señor:

Para imitar a nuestro Señor, debemos de vivir como lo hace el hombre que habita en el desierto, siempre en estado de alerta frente al peligro. No podemos olvidar nuestra condición de fragilidad, nuestra inclinación natural hacia lo malo y lo pesados que podemos ser para movernos hacia todo lo bueno. Para poder vencer frente al mal que hay a nuestro alrededor e incluso en nuestro interior, es menester evitar las ocasiones de pecar, unirnos a nuestro Dios en oración y frecuentar los sacramentos de las Eucaristía y Reconciliación. No estamos solos en esta lucha, el “León de la tribu de Judá ya venció… Huid poderes enemigos”. Que sea, al igual que a Jesús, el temor a ofender a nuestro Dios lo que inspire y guie nuestra vida.

2. En el Evangelio, tomado del libro de San Lucas, Se nos muestra a un Jesús rebosante de alegría y que impulsado por la misma, pues su alegría es Dios y lo que Él hace, le agradece por revelar la profundidad de su amor, de su actuar, sólo a los sencillos, a los humildes. Así que si en la primera lectura lo central del mensaje es que debemos dejar que el don de temor de Dios inspire y guíe nuestra vida, ahora nos dice Jesús que para que ello pueda ser una realidad tenemos que ser sencillos, humildes; abrirle el corazón a Dios y dejar que Él haga su obra en nosotros.

Ya que iniciamos nuestra reflexión evocando al hombre del desierto, quiero continuar con esa misma imagen. La vida es un desierto y para cruzarlo necesitamos perseverancia, tenacidad y fortaleza. Por eso, el animal ideal para el desierto es el camello y no el caballo. Quizás el caballo sea más rápido, tal vez más fuerte; pero en el desierto, el rey es el camello. Es más lento pero sus pasos siempre llegan firmes y seguros a destino a pesar de la escasez de agua o alimento. Sus pestañas son largas para proteger sus ojos de las tormentas de arena, incluso en medio de ellas, es capaz de seguir viendo, tiene en su interior reservas de energía que le sirven en momentos de carestía de agua y alimentos. En la vida espiritual, no se corre, se toma el tiempo necesario, se hacen las cosas con todo el cuidado, pues es mucho lo que está en juego, me refiero a la eternidad. Por eso, no podemos ser presumidos y creer que ya somos santos, que ya estamos convertidos, que con toda seguridad ya hacemos únicamente lo que Dios quiere de nosotros. Por eso San Pablo nos dirá que a menudo presume de sus debilidades, para que en él resida la fuerza de Dios y por ende al final será más fuerte.

Que en este camino de preparación para recibir al Hijo de Dios que viene pronto, nos inspire el don de temor del Señor, nos lleve en sus brazos la santa humildad y vayamos como el camello hacia este encuentro, para que al final de nuestra existencia mortal, podamos gozar de todo lo que Dios ha preparado para nosotros y para que a lo largo de esta vida nuestras acciones y palabras sean una continua alabanza a nuestro Señor y Padre.
 



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