Diciembre 9 de 2013
Lecturas del día.
(Reflexión al final).
Lectura del libro de Isaías (Is 35,
1-10).
Salmo Responsorial (Sal 84):
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.»
La salvación está ya cerca de sus fieles,
y la gloria habitará en nuestra tierra. R/.
La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo. R/.
El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá sus pasos. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (5,17-26):
Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor lo impulsaba a curar. Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de introducirlo para colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante de Jesús.
Él, viendo la fe que tenían, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados.»
Los escribas y los fariseos se pusieron a pensar: «¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?»
Pero Jesús, leyendo sus pensamientos, les replicó: «¿Qué pensáis en vuestro interior? ¿Qué es más fácil: decir "tus pecados quedan perdonados", o decir "levántate y anda"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados... –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa.»
Él, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios.
Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: «Hoy hemos visto cosas admirables.»
Palabra del Señor.
Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor lo impulsaba a curar. Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de introducirlo para colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante de Jesús.
Él, viendo la fe que tenían, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados.»
Los escribas y los fariseos se pusieron a pensar: «¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?»
Pero Jesús, leyendo sus pensamientos, les replicó: «¿Qué pensáis en vuestro interior? ¿Qué es más fácil: decir "tus pecados quedan perdonados", o decir "levántate y anda"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados... –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa.»
Él, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios.
Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: «Hoy hemos visto cosas admirables.»
Palabra del Señor.
Jesús es el
consuelo y la esperanza de los exiliados. Por
Iván Muvdi.
La
liturgia de hoy continúa llevándonos por el camino hacia el pesebre, por medio
de la esperanza y el consuelo que representa la encarnación y nacimiento del
Hijo de Dios y Señor nuestro.
El
profeta Isaías, que comunica de parte de Dios un mensaje que contribuya a
animar, consolar y levantar del suelo a quienes tienen años padeciendo el
exilio como consecuencia de conquistas sufridas y que les devolvieron a la época
de la esclavitud, hoy nos dice: fortaleced las manos débiles, robusteced las
rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis.
Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os
salvará.»
El
tiempo en cautiverio ha minado la confianza, la fe, la esperanza de volver al
tiempo en que, en posesión de la tierra prometida y dada a los padres de Israel,
adoraban a Dios en el Templo, “lugar de su residencia en medio de su pueblo.” ¿Cuántos
no se sienten así en este momento? ¿Cuántos no se han entregado a la
contrariedad dejándose ganar por el fatalismo, la tristeza, el desánimo? No es
fácil enfrentar nuestra existencia, pero es nuestro deber hacerlo. La experiencia
que sirvió de marco a la revelación divina nos muestra claramente que hay que atravesar
el desierto antes de llegar a la tierra de promisión. Ya en el marco del Nuevo
Testamento, Jesús nos mostrará con su propia vida el hecho de que no habrá
gloria sin cruz. La Escritura nos dice que no hemos recibido un Espíritu de cobardía
(otras traducciones: timidez), sino Espíritu de fortaleza, caridad y templanza
(otras traducciones: poder, amor y buen juicio). Es con esta fuerza que tenemos
que levantarnos de nuestras adversidades: “Recuerda
que no eres tú quien sostiene a la raíz, sino que la raíz te sostiene a ti”.
(Ro 11,18).
La
respuesta del salmo reafirma la intención del profeta en su esfuerzo de animarnos:
“nuestro Dios vendrá y nos salvará”. Sólo Dios es eterno; no lo es ninguno de
nosotros, ni tampoco nuestras vivencias en este mundo. Todo lo malo pasará y al
final sólo quedará Dios y su amor eterno por nosotros. Sólo es menester abrir
el corazón a su acción, a su gracia para que la sentencia del salmista sea una
realidad en nuestra vida: “El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su
fruto”.
En la
mentalidad antigua, tanto el bien como el mal, provenían de Dios. (El ejemplo
de Job: “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó… Si he de aceptar de Dios los
bienes, ¿por qué no los males?).
En el
Evangelio podemos ver claramente la posición de Dios con referencia al mal
padecido y al sujeto que lo sufre (es toda la humanidad). Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva.
Jesús
personifica las Escrituras, Él es la Palabra, el Logos del Padre. Todo lo que
se había anunciado, se cumple en la persona de Jesús; por eso, sana al paralítico,
en este caso; pero como lo sabemos también a los sordos, los leprosos, los
tullidos, etc. Sin embargo, considero
muy importante el que hoy el evangelio de San Lucas nos muestre dos acciones
estrechamente ligadas: “primero el perdón y luego la sanación”. Por fin se
responde a la pregunta que por milenios el hombre se ha hecho, ¿de dónde
proviene el mal? ¿Es Dios el que lo envía? ¿Permanece Dios ajeno a nuestros
sufrimientos? La respuesta es NO!, por el contrario, ¿cuándo lo hubiera pensado
la mente humana? Dios se hace hombre, comparte y padece en su persona el
sufrimiento; lo dignifica y lo convierte en medio de purificación y de
santificación, es decir, en una escalinata que nos une a Él en su ascenso al
cielo. Los males que padecemos son consecuencia del pecado y no de una decisión
de Dios. No puede ser que un cristiano pueda siquiera concebir la idea de que
su Dios le envía males.
Volvamos
al siguiente texto y pensemos por un instante:
“Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en su Hijo
con toda clase de bendiciones espirituales. Dios nos escogió en la persona de
Cristo desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin
defecto en su presencia. Por amor, nos había destinado a ser adoptados como
hijos suyos por medio de Jesucristo, hacia el cual nos ordenó, según la
determinación bondadosa de su voluntad”. Este sí es nuestro Dios, el que nos
escogió y nos destinó desde toda la eternidad para hacernos sujetos de su amor
como hijos, para compartir toda la eternidad con nosotros.
“Para
que sepan que el Hijo del Hombre tiene poder…” hizo lo más difícil (hacer que
un paralítico se levante) para que comprendamos que también tiene el poder para
hacer algo que por su amor es más fácil, lo cual es, perdonarnos.
¡Oh
Buen Señor! Así como dista el oriente del occidente aleja de tu vista mis
pecados.
Señor, hoy que he vuelto a encontrarte
después de tanto tiempo transcurrido,
no permitas que el corazón arrepentido
olvide nuevamente cómo amarte.
Después de tantos años sepultado,
entre las sombras del pecado prisionero,
no me abandones Señor, que yo no quiero
sentirme otra vez desesperado.
De mi vida anterior, perdóname la herida,
fui culpable y me arrepiento,
ayúdame Señor, dame fe, dame aliento
para que cuando llegue la muerte, me des vida.
(Andrés del Puerto Bello, Señor, Poesías inéditas).
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