“Si conocieras el
don de dios, no te haría falta nada más”. Por
Iván Muvdi. Día 19 en travesía por el desierto cuaresmal.
Lectura del libro del Éxodo (17,3-7):
En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?»
Clamó Moisés al Señor y dijo:
«¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.»
Respondió el Señor a Moisés.
«Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva
también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré
yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua
para que beba el pueblo.»
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?» Palabra de Dios.
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?» Palabra de Dios.
Salmo Responsorial:
R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón.»
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.
«No endurezcáis vuestro corazón.»
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los
Romanos (5,1-2.5-8):
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Palabra de Dios.
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Palabra de Dios.
Lectura del santo evangelio según san Juan (4,5-42):
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a
sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al
pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú,
siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no
se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras
el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te
daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe
de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca
más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un
surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame
esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú
eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís
que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se
acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre.
Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que
conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya
está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en
espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu,
y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a
venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que
habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron
en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara
con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su
predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros
mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.» Palabra del Señor.
En la primera lectura de este Tercer
Domingo de Cuaresma, el libro del Éxodo nos recuerda el momento en que, el
pueblo de Israel, habiendo encontrado las dificultades del desierto, comienza a
murmurar contra Dios y contra Moisés.
Israel venía de una situación de 400
años de esclavitud. Había pasado tanto tiempo que se “habían acostumbrado a tal
situación”, a pesar de ser una situación de opresión, se habían acomodado a
ella y se creían seguros en cuanto a qué comer y dónde vivir. Así es el pecado
cuando nos acomoda en una situación permanente; aunque es opresión para el
alma, puede tener la terrible consecuencia de convertirse en una costumbre tan
arraigada que nos lleva a acomodarnos en una zona donde ya nada es pecado,
donde podemos incluso llegar a creer que somos felices porque vivimos
entregados al placer hedonista, promiscuo y materialista, a la drogadicción y a tantas otras
situaciones.
Ante la situación en que vivía
Israel, antes de introducirlos en la Tierra Prometida, Dios los conduce por el desierto, lugar privilegiado de
encuentro con Él, donde el hombre, desprovisto de todo lo material, no tiene
más remedio que elevar sus ojos al cielo y abrir de par en par su corazón al
Señor. Hace falta vaciarnos de las cosas para que sólo Dios ocupe todo nuestro
ser. Con Él lo habremos ganado todo como el comerciante de perlas que al haber
encontrado una de gran valor, va y vende todo lo que tiene y se queda con esa
perla de valor único.
Otro signo que se vislumbra en esta
lectura el del agua, símbolo de vida. En el desierto es quizás el elemento que
más necesitamos, pues el principal peligro en tal lugar es la deshidratación y
era precisamente este elemento el que faltaba al pueblo de Dios, el cual,
habiendo olvidado que Dios los acababa de liberar con brazo poderoso, caen en
la murmuración y la queja. Ellos, al igual que nosotros hoy, aún no habían
entendido que Dios les acompañaba a lo largo del camino, que iba en medio de
ellos; en forma de nube luminosa durante el día, y en forma de columna de fuego
durante la noche. No habían entendido, que el principal desierto que debían
cruzar no era el que les rodeaba en su exterior, sino el que se erigía desde su
interior: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. (Os 2,14). Así como en el desierto exterior
necesitaban agua, de igual modo en el interior. El Agua también es símbolo
del Espíritu Santo y al igual que lo hizo en el desierto exterior, sólo Dios
podía proveerles del agua viva para cruzar el desierto interior.
Pero Israel aún tenía vendados los
ojos por la costumbre del Egipto en su vida exterior, pero también en su vida
interior y por ello, con facilidad, se olvidan de Dios, de su amor, de su poder
que les libra y les protege y ansían volver a Egipto, donde eran esclavos, despreciando
al Señor, Dios y Padre.
Quejarnos
es tentar a Dios, quejarnos es desconfiar de Él, de su amor, de su poder,
de su providencia. La queja nos hace retroceder, el silencio contemplativo que
se traduce en un hágase en mí tu voluntad, es lo que nos eleva de cualquier
situación y lo que hace brotar una fuente de agua viva que salta hasta la vida
eterna. Se pregunta Israel, ¿está o no está Yahvéh entre nosotros? No puedo
responder esta pregunta por ti, sólo tú sabes si tienes o no ojos para verlo
actuar en tu vida y la sensatez y humildad para reconocerle siempre operante y
providente. Creemos que es Dios quien se aleja, pero créanme, siempre está
cerca de nosotros, pues “en Dios vivimos, nos movemos y existimos”. (Hch 17,28).
Cuando Moisés ora a Dios, éste le
pide que se coloque en frente de su pueblo con el cayado. Este simple madero era el signo de la lucha entre Dios y
el Faraón, es decir, entre el Dios Santo, vivo y verdadero y los ídolos de este
mundo; ese bastón convirtió el Nilo en sangre, y así con cada una de las
llamadas plagas que sobrevinieron sobre Egipto; ese bastón dividió el mar y
ahora hará que brote agua de una roca en medio del desierto. Ese bastón no es
otra cosa que: “Bendice alma mía al Señor y NO OLVIDES SUS BENEFICIOS”. (Sal
103, 2).
“Sobre
la Roca está Dios y de la Roca brotó agua”: El Señor nos ha insistido mucho en
edificar sobre la roca y sabemos que la “Roca” es Cristo. Nuestro Señor
Jesucristo se le ha llamado por los libros sapienciales como la “Sabiduría
Encarnada”, San Juan le llamará el “Logos del Padre”, precisamente es esto lo
que quiero que juntos analicemos. En primer lugar, tenemos una manifestación
clara de la Santísima Trinidad; a saber: Dios Padre que se posa sobre la Roca,
la Roca que es Cristo; “la piedra principal que ha sido rechazada por los
constructores pero que ahora se ha convertido en piedra angular” (Sal 118, 2) y
el Espíritu Santo que es enviado por el Padre y el Hijo, el agua que brota de
la Roca. Cristo dijo a sus apóstoles (soplando sobre ellos) “Recibid el
espíritu Santo”.(Jn 20,22). Debemos tener claro que por muchos que nosotros
temblemos ante nuestras dificultades, si Cristo es la base de nuestra vida,
esta Roca permanece inconmovible y con Él nosotros.
El Salmista nos insiste, “ojalá
escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón como el día de Masá
en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y dudaron de mí
aunque habían visto mis obras”. (Sal 94). Si olvidamos los beneficios que de
Dios hemos recibido, principalmente la creación y la redención y todos aquellos
milagros que obra diariamente en nuestra vida, será fácil que se endurezca
nuestro corazón y que en medio de la prueba perdamos los estribos y la
desaprovechemos como tiempo de gracia.
En la segunda lectura, tomada de San
Pablo a los Romanos, el apóstol nos dice que si queremos ser santos (justos),
tenemos que tener y vivir de verdad el don de la fe, pues es esta virtud
teologal la que nos justifica y la santidad de vida es la que nos conduce a la
paz, esa paz verdadera que el mundo no pueda dar. La verdad, que es Cristo
mismo, debe ser el fundamento, “la roca”, de nuestra existencia para ser
verdaderamente libres (la verdad os hará libres. Jn 8,32). Si Cristo no es
nuestro fundamento, si no vivimos en la verdad de su Palabra y de su mensaje,
no podremos romper las cadenas de nuestros pecados y siempre, por naturaleza
corrompida, viviremos ansiando las ollas de Egipto.
Por último, el Evangelio nos trae el
capítulo 4 de San Juan que nos narra el encuentro de Jesús con la Samaritana.
El primer signo que presenta Juan,
es el pozo de Jacob. Hay una comparación entre el agua del pozo y el agua que
trae Jesús. Pensemos en un agua estancada, en lo profundo de la tierra. Seguramente
llena de arena, con verdín y humedad en las paredes de la cavidad, quizás un
agua oscurecida por la arena, etc. Jesús habla de un agua cristalina, siempre
nueva.
“Mujer,
dame de beber”: no habían tratos entre samaritanos y judíos desde la época
en que Jeroboam, siervo del Rey Salomón, se queda con 10 de las 12 tribus de
Israel y el reino se divide en Judá e Israel. Sólo existía un templo que se
ubicaba en Jerusalén que era la capital del Reino del Sur (Judá). ¿Qué hacía
Jeroboam para que la gente no se le fuera buscando al templo? Pues construyó un
sitio de culto donde colocó dos bueyes de oro simbolizando, supuestamente, la
fuerza de Yahvéh, pero el pueblo terminó idolatrándolos. Pero desde entonces, hasta
los tiempos de Jesús, la discusión religiosa se centró sobre cuál de los dos
lugares era el verdadero para rendir culto a Dios. Jesús ya había sobrepasado
el primer impedimento para el diálogo con esta mujer: Según las reglas judaicas
de la época, las mujeres no podían hablar en público con ningún hombre y de
igual manera, un Rabbí, como lo era Jesús, tampoco debía hablar con una mujer a
solas en la calle. Por eso los discípulos se extrañaron que lo hiciera. Pero
aparecía ahora u obstáculo más fuerte: “el odio”. Jesús supera también este
obstáculo con el amor. “Si conocieras el don de Dios”. El don de Dios es el
amor y el amor el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones.
Es ese amor que lo desborda todo lo que Jesús ofrece a la Samaritana, pues para
vivir en la filiación como hijos adoptivos de Dios, es necesario que el
Espíritu habite en nosotros y nos haga exclamar ¡abba!. El que beba del agua
del pozo, volverá a tener sed. El que piense que será feliz cuando tenga X o Y
cosa, se dará cuenta de que, una vez que lo haya alcanzado, tendrá nuevamente
sed, pues lo que adquirió no lo llena y de inmediato deseará otra cosa. Lo que
Dios da, nos desborda, no nos cabe en el pecho y por eso no hará falta nada
más, pues como dice Santa Teresa, quien a Dios tiene, no le hace falta nada!
“llama
a tu marido”, no se trata simplemente de evidenciarnos una vida sexual pecaminosa (has
tenido 5 maridos y el que ahora tienes tampoco es tu esposo); se trata de
manifestarnos lo que significa un culto idolátrico; el ansia de poder, el ansia
de tener con la avaricia del que construyó graneros más grandes, el placer
desmedido y egoísta, cualquier cosa que desplace a Dios, ese tampoco es tu
marido, pues hemos sido desposados por el Señor, Dios del Universo y no nos es
lícito entregar nuestro corazón a cualquier otra cosa distinta a Dios.
Llenos de Dios, desbordados por Él,
daremos culto con los gestos, las palabras, los hechos, con todo nuestro ser y
por ende trascenderemos cualquier lugar o situación y seremos entonces
adoradores en Espíritu y verdad, lejos de ritos vacíos y sin sentido,
verdaderamente conscientes de lo que celebramos como pueblo y como hijos de
Dios, de manera especial en la misa, nuestro mayor y mejor acto de culto, pues
en ella como pueblo de Dios, como miembros del cuerpo místico de Cristo, nos
unimos a Él, por Él y en Él para ofrecer al Padre lo que Él mismo nos dio, su
propio Hijo, nuestro Señor y Salvador.
Que el Señor Jesús, derrame su
Espíritu sobre nosotros para que, al igual que Él, nuestra comida sea hacer la
voluntad de Dios. Quedaos con Dios!
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