lunes, 24 de marzo de 2014


“La gloria de Dios resplandece desde lo sencillo”. Por Iván Muvdi. Día 20 en travesía por el desierto cuaresmal.

NAAMÁN, EL SIRIO, ES SANADO DE SU LEPRA.
 
Lectura del segundo libro de los Reyes (5,1-15a):

En aquellos días, Naamán, general del ejército del rey sirio, era un hombre que gozaba de la estima y del favor de su señor, pues por su medio el Señor había dado la victoria a Siria. Era un hombre muy valiente, pero estaba enfermo de lepra.
En una incursión, una banda de sirios llevó de Israel a una muchacha, que quedó como criada de la mujer de Naamán, y dijo a su señora: «Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría de su enfermedad.»
Naamán fue a informar a su señor: «La muchacha israelita ha dicho esto y esto.»
El rey de Siria le dijo: «Ven, que te doy una carta para el rey de Israel.»
Naamán se puso en camino, llevando tres quintales de plata, seis mil monedas de oro y diez trajes. Presentó al rey de Israel la carta, que decía así: «Cuando recibas esta carta, verás que te envío a mi ministro Naamán para que lo libres de su enfermedad.»
Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó las vestiduras, exclamando: «¿Soy yo un dios capaz de dar muerte o vida, para que éste me encargue de librar a un hombre de su enfermedad? Fijaos bien, y veréis cómo está buscando un pretexto contra mí.»
El profeta Eliseo se enteró de que el rey de Israel se había rasgado las vestiduras y le envió este recado: «¿Por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y verá que hay un profeta en Israel.»
Naamán llegó con sus caballos y su carroza y se detuvo ante la puerta de Eliseo.
Eliseo le mandó uno a decirle: «Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia.»
Naamán se enfadó y decidió irse, comentando: «Yo me imaginaba que saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad. ¿Es que los ríos de Damasco, el Abana y el Farfar, no valen más que toda el agua de Israel? ¿No puedo bañarme en ellos y quedar limpio?»
Dio media vuelta y se marchaba furioso. Pero sus siervos se le acercaron y le dijeron: «Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes.»
Entonces Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia como la de un niño.
Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo: «Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel.» Palabra de Dios.
Salmo Responsorial:
 
R/. Mi alma tiene sed del Dios vivo:
¿cuándo veré el rostro de Dios?

Como busca la cierva
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío.
R/.

Tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?
R/.

Envía tu luz y tu verdad:
que ellas me guíen
y me conduzcan hasta tu monte santo,
hasta tu morada.
R/.

Que yo me acerque al altar de Dios,
al Dios de mi alegría;
que te dé gracias al son de la cítara,
Dios, Dios mío.
R/.
 
Lectura del santo evangelio según san Lucas (4,24-30):


En aquel tiempo, dijo Jesús al pueblo en la sinagoga de Nazaret: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba. Palabra del Señor.
 
La primera lectura de hoy, tomada del capítulo 5 del Segundo Libro de los Reyes, no s narra parte de la historia de Naamán, General de los ejércitos sirios y de quien se predicaba ser el preferido de su rey. Estaba enfermo de lepra. Una prisionera israelita que servía en la casa de Naamán le dijo a su señora (esposa de Naamán) que ojalá su amo fuera a ver al profeta de Israel, que con toda seguridad le sanaría.
Los sirios tenían fama de poseer secretos mágicos para curar las enfermedades. Los judíos, inferiores en sabiduría y en ciencia profana, recuerdan al leproso sirio que vino a buscar la salud en Israel. Es la prueba de que la presencia actuante del verdadero Dios es infinitamente superior a las técnicas y a las ciencias de los paganos. Una vez más, quedará demostrado que hay un solo Señor y Dios y que los demás son sólo inventos humanos; sin embargo, hoy insistiré en otra cosa. La lectura hace énfasis en tres situaciones, a saber:
·      Naamán se dirige con una carta de su rey al rey de Israel, el cual, consciente de su incapacidad para sanar y de que esta anhelada saludo sólo puede ser concedida por Dios, en señal de rechazo a tal cosa, se rasga las vestiduras.
·      Cuando el profeta Eliseo, manda a decir a Naamán que se bañe 7 veces en el Jordán, éste se molesta porque esperaba algo más portentoso o extraordinario y busca regresar a su tierra sin hacer lo que el profeta le mandaba.
·      Un siervo de Naamán se le acercó con un sabio consejo: «Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes.»
La actitud del rey de Israel: ciertamente que al rey que tenía por misión representar a Dios no le quedaba bien asumir para sí los méritos que sólo a Dios corresponden, sin embargo, él debió hacer más que rasgar sus vestiduras pues tenía frente a sí a alguien no judío, ignorante en el conocimiento del Señor, Dios de Israel (pero también del universo, aunque aún no lo supieran ni el israelita, ni el sirio). El rey de Israel se sintió agredido y asumió la ignorancia de Naamán como una provocación por parte del rey de Siria. Lo que el rey de Israel debió hacer fue orientar al General Naamán en cuanto a que sólo de Dios podía venir la salud tan anhelada. Así hubiera enseñado a Naamán y hubiera dado la gloria a Dios. Por eso el profeta Eliseo le reclama a su rey diciéndole, ¿por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y verá que hay un profeta en Israel.
De las muchas cosas que nos enseñó Jesús, es la paciencia y la tolerancia a los demás. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor nos enseña entra las obras de misericordia espirituales, “sufrir con paciencia los defectos de los demás” y también “enseñar al que no sabe”. Cuando alguien nos habla de manera ofensiva contra nuestro Dios, nuestra fe o nuestra Iglesia, pensemos en que lo hace movido por la ignorancia de aún no haber sido enriquecido con la gracia que nosotros hemos recibido. Por ello, lejos de sentirnos insultados o agredidos, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de pasar por encima de esa reacción natural, para más bien, pensar que tal vez a través de nosotros, de nuestro amor, de nuestra paciencia, del compartir de nuestra fe, esa persona reciba la oportunidad de conocer aquello que aún no conoce.
Naamán busca una intervención extraordinaria: Nuevamente fijémonos por un momento en lo complejo de la situación. Tenemos a la vista al mejor General de Siria, seguramente muchas veces condecorado y victorioso porque era el preferido de su rey, es decir, el defensor de su reino. Acostumbrado a dar órdenes y que éstas se cumplan; complacido en todo lo que pida y tratado con honores.
Para llegar hasta Israel, primero tuvo que seguir el consejo de una esclava israelita. Como ya lo mencioné, los sirios tenían fama de curar mágicamente las enfermedades. Tuvo que renunciar a esa fama y convicción personal – seguramente llevado por la desesperación de una enfermedad que hasta el momento era incurable – para encontrarse con un rey que lejos de ayudarlo se siente ofendido con su petición y que ve en la misma una provocación para ir a la guerra. Por último se dirige donde el profeta y éste ni siquiera le ve personalmente, sólo lo envía a bañarse en  un río. Todo esto, impensable para Naamán, lo termina llevándolo al límite de una rabia descontrolada y de una gran decepción. ¿Acaso no hay ríos en Siria en los cuales yo me pude bañar?
No es fácil todo esto, la experiencia del hombre, desde las eras primitivas hasta ese momento, era precisamente lo contrario. A Dios se le reconocía precisamente en lo extraordinario y de hecho, el Dios de Israel no fue la excepción, pero a pesar de ello, nunca renunció a actuar desde lo sencillo, desde lo simple. Incluso cuando obraba portentosamente, lo hacía sin mostrarse a su pueblo. En las lecturas de ayer, se nos mencionaba el episodio de Meribá en Masá, en medio del desierto. Si hubiéramos terminado toda la lectura nos hubiérmos percatado de que Moisés pecó porque no dio gloria a Dios, porque el pueblo asumió que quien les dio el agua había sido él y no Dios. Así de oculto, de sencillo, actuaba Dios, hasta el punto de que fuera posible creer que la intervención había sido de otro y no de Él.
Así puede ocurrirnos con la confesión. Tenemos la lepra de nuestros pecados, sufrimos sus consecuencias, pero a la hora de buscar ser sanados de esta terrible enfermedad, no nos gusta que este Señor utilice como medio a sus sacerdotes, o peor aún, que sea a través de ellos que venga a nuestro encuentro, porque realmente es Cristo quien perdona cuando el sacerdote nos dice: “YO, te absuelvo…”
Oh Señor, las cosas grandes sólo las revelas a los sencillos, porque sólo ellos son capaces de descubrirte en lo simple.
El consejo de un siervo: nuevamente se refuerza lo que acabo de mencionar, qué consejo tan sabio: Padre mío, si te hubieran mandado a hacer algo difícil, ¿lo hubieras hecho? Y si te han mandado hacer algo fácil ¿por qué no lo harías? Así puede pasarnos con frecuencia a nosotros. Esperamos ante una situación compleja, rayos, colinas humeantes y desbordadas en fuego; pero aún no comprendemos que aunque Dios no ha renunciado a mostrarse cuando así lo quiere de manera extraordinaria, Él prefiere lo simple: un pesebre, vivir en Nazaret (no aparecía en el mapa romano), la pobreza de no tener donde recostar su cabeza, una cruz, un sagrario.
Él no nos pide algo antes de no habernos dado Él mismo el ejemplo. Él quiere que seamos “simples, como palomas”, pero que nunca pierden su sentido de orientación. Siempre saben dónde está el norte. Mientras que quienes depositan su vida, su corazón, su confianza en las cosas, viven desorientados hasta el convencimiento de creer que los bienes materiales están por encima incluso de la familia o de la persona misma. “Marta, Marta, preocupada y afanada estás por muchas cosas, pero una sola es importante; María ha escogido la mejor parte y nadie se la quitará”(Lc 10, 41-42). Oh, mi Señor y Dios; concédeme la gracia de llevarte hasta el número uno de mis prioridades, para que así, cuando los afanes ataquen por todos los flancos, yo sepa, al igual que María, elegirte como mi mejor parte y que nadie me pueda arrebatarte. Amén.
Hoy se nos invita a orar con el salmo 42: “mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”. Como busca la sierva corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío. Lo natural en un ser humano, incluso por instinto de conservación o supervivencia, es no querer morir. Ayer, con el pasaje de la Samaritana les decía que allí, junto al pozo de Jacob, se daba el encuentro entre la sed de Dios que no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva y la sed del hombre cuando descubre que sólo en Dios lo encuentra todo. Pues bien, mis muy amados en el Señor, la sed del hombre es insaciable cuando pertenece al alma y ésta aún se encuentra unida al cuerpo mortal. Cuando a Dios se le deja entrar al corazón, cuando allí encuentra su pesebre, su custodia, su sagrario, su cruz, su sepulcro, la roca echada a un lado; allí se queda, desde allí se muestra. Ese corazón atrapado por Dios, siente que no resiste tanto amor, por mucho que intenta abarcarlo, se siente impotente frente a la realidad de que esa presencia lo supera todo, lo llena todo, lo desborda todo; pero esa impotencia no es causa de sufrimiento porque se vive desde un amor que comprende que a pesar de darlo todo, aquella presencia lo sobrepasa todo, pero a pesar de ello, allí, dentro de los límites de un corazón enamorado, Él se queda como si pudiéramos limitarlo. Sólo desde esta perspectiva comprendemos por qué al llegar a tal extremo se siente que ya morimos porque el yo desaparece para que sólo Él sea el que se muestre. Por eso San Pablo dirá: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Por eso, mis queridos hermanos, San Juan de la Cruz (otros dicen que Santa Teresa de Ávila) dirá:
Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero, porque no muero.

En mí yo no vivo ya,
y sin Dios vivir no puedo,
pues sin él, y sin mí quedo,
¿este vivir qué será?
mil muertes se me hará,
pues mi misma vida espero,
muriendo, porque no muero.

Esta vida, que yo vivo
es privación de vivir,
y así es continuo morir,
hasta que viva contigo:
oye mi Dios, lo que digo,
que esta vida no la quiero,
que muero, porque no muero.

(Ojalá la buscaran y la leyeran en su totalidad: “Vivo sin vivir en mí”).
En el Evangelio, Jesús enseña que nadie es profeta en su tierra. Las personas que “creían conocerle” porque le vieron crecer, se perdieron en su simpleza, al punto de no reconocerle como a Dios. Pero ese mismo que nació, creció y vivió en la simpleza y pobreza, que no tenía dónde recostar su cabeza, carpintero de oficio, amigo de publicanos y pecadores, era también quien curaba a todos los enfermos que le llevaban, quien resucitó muertos. “Vino a su propio mundo pero los suyos no le recibieron”. (Jn 1,11). Es irónico que, por ejemplo, sólo haya podido ser reconocido como Dios, por un cobrador de impuestos, bajo en estatura pero grande en arrepentimiento; por un ciego encontrado junto al camino, pero que veía más que hasta sus propios discípulos;  y ya clavado en la cruz, por un ladrón arrepentido y un soldado romano que, por cultura, adoraba a otras divinidades. Sólo en lo sencillo y desde lo sencillo podremos hallar a este Dios del Universo y Señor de señores. No cometamos el error de sus paisanos, que aturdidos por la simpleza de Jesús querían lanzarlo al precipicio por un despeñadero. Oh, mi Señor y Dios; el único abismo al que quiero lanzarte es el que se haya en mi corazón. Concédeme la gracia de latir unísono junto a tu corazón para lograr ser manso y humilde y alejarme de todo aquello que Tú resistes: el orgullo, la soberbia, la prepotencia.
Tuyo soy, Señor, y tuyo quiero ser. Quedaos con Dios!
 




No hay comentarios.:

Publicar un comentario