miércoles, 20 de noviembre de 2013



LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (Lc 19, 45-48)
somos Templos vivos de Dios Por: Iván Muvdi.

 
 
Quiero que juntos reflexionemos sobre la belleza que implica la pureza del Templo.
En principio es importante recordar que en la antigüedad era una necesidad hacer representaciones de las deidades y que en la experiencia incipiente se creía que podía reducirse la presencia de la divinidad a un sitio específico. En primer lugar cuando Israel vive fuertemente la experiencia de Dios el interlocutor es Moisés; prácticamente Israel se limitaba a escuchar lo que Moisés les indicaba en nombre de Dios aunque no podemos olvidar que sus palabras eran confirmadas con los signos y fenómenos como el fuego, la nube luminosa, el rostro resplandeciente, etc.

Más tarde, cuando ya el pueblo de Israel estaba en posesión de la tierra prometida a Abraham y sus descendientes, Dios permitió que el Rey Salomón le edificara un templo en Jerusalén, “la Ciudad de Dios”, signo de su presencia en medio de su pueblo. Todos creían que Dios, “Yahwéh”, habitaba físicamente en él.

La palabra “templo” deriva del latín templum, que significa un lugar descubierto que permite una visión de la región circundante. En un sentido más estricto significa un lugar sagrado para la Divinidad, un santuario.

En tiempos de Jesús, el Templo, además de lo que representaba a nivel religioso, pasó a ser el centro más importante a nivel social, político y económico lo que quizás le empezó a restar sacralidad. En sus atrios se concentraba gran parte del comercio y ello se prestó para convertir negocios legítimos en fuente de fraudes y abusos y todo esto se presentaba en el contexto del templo. El ruido propio de las relaciones comerciales quizás, incluso, perturbaba a quienes realmente iban al templo a vivir una experiencia de encuentro íntimo y cercano con Dios.

Cuando hablamos de la purificación del templo, nos referimos a la intención de Jesús de devolverle su verdadero rostro, desfigurado por el oportunismo comercial y otros factores.

·      Jesús presenta al Templo como el lugar privilegiado para el encuentro con Dios.

·      Es la casa de su Padre.

·      Es casa de oración.

·      Jesús se presenta como el nuevo y definitivo Templo, la morada entre Dios y los hombres. Por esto, cuando le piden una señal sobre su autoridad, Él haciendo referencia a sí mismo dirá: “derriben este templo y en tres días lo reconstruiré”. (Con esto evidenciaba su próxima pascua).

·      Quien está unido a Cristo, se convierte en Templo Vivo de Dios porque Dios habita en él.
 
 
Es hermoso ver cómo de manera solemne Jesús entra en el Templo de Jerusalén y lo Purifica, podemos ver allí, a manera de signo, nuestra propia purificación obrada por Cristo a través de su pascua que se realizó en nosotros el día en que fuimos bautizados. Ese día, por los méritos de Jesús fuimos sepultados con Él, para morir al pecado y también participamos de su resurrección para vivir con Él y para Él. Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra
y os daré un corazón de carne.
Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos.
Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres.
Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. (Ez36, 24-28).
Precisamente, esta reflexión se renueva en nosotros cada Domingo de Ramos, día en que la liturgia actualiza la entrada mesiánica de Jesús a Jerusalén, pero de manera especial, se nos invita abrir nuestro corazón para que Él sea entronizado en nuestra vida y sea verdaderamente nuestro Rey y Señor. Él es el nuevo templo, pero también en Él, nosotros hemos sido convertidos en templos vivos y como tales debemos guardar fielmente su presencia manteniéndonos, mediante el esfuerzo y la asistencia sacramental, en gracia de Dios.
Con dolor tenemos que constatar que también nosotros hoy, como templos, permitimos muchas veces que en los atrios de nuestra cotidianidad se profane el templo de Dios con la mentira, la vulgaridad, la injusticia, las ofensas al otro, la falta de tolerancia, nuestro asentimiento a conductas  y costumbres sociales que sabemos contrarias a la Ley de Dios y que hemos aceptado por la permisividad social, o peor aún, porque dichas costumbres lesivas al bien moral se presentan como buenas al ser calificadas como “legales” llegando las personas a interpretar que todo lo que es legal, es moral. Cuántas veces hemos imitado en su actitud al fariseo que mientras ora desprecia al publicano que ora junto a él; cuántas críticas…
Es hora de permitir que sea realmente el Señor quien habite y se manifieste en nosotros y no el hombre viejo, corrompido, que no sabe ni de amor, ni de perdón, ni de tolerancia, ni de justicia, que sólo piensa en sí y nunca en el otro, especialmente en el que sufre. Nunca olvidemos el pensar de los santos: “Al atardecer de tu vida te juzgarán sobre el amor” y por eso dirá San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
 
Lo importante, más allá de nuestras caídas, es que Dios en su infinito amor, con cada día que nos regala, nos da la oportunidad de empezar de nuevo. Quizás en un mundo cada vez más materialista, más desconfiado del otro, más impersonal incluso en la forma de relacionarnos con los demás, un mundo cada vez más erotizado, hedonista, etc; nos sea cada vez más difícil vivir en fidelidad a Dios y a nuestro compromiso como cristianos. Sin embargo, todo esto en vez de desmotivarnos debe impulsarnos al percatarnos de la gran necesidad que tiene este mundo de Dios y de su amor hasta el punto de estar gravemente enfermo.
Quiero que analicemos esto y pensemos si aún, en Dios, tenemos esperanza:
Confiesa dignamente al Señor y bendice al Rey de los siglos,
para que de nuevo sea en ti edificado su tabernáculo con alegría, para que alegre en ti a los cautivos y muestre en ti su amor hacia los desdichados, por todas las generaciones y generaciones.
Brillarás cual luz de lámpara y todos los confines de la tierra vendrán a ti.
Pueblos numerosos vendrán de lejos al nombre del Señor, nuestro Dios, trayendo ofrendas en sus manos, ofrendas para el rey del cielo.
Bendice, alma mía, a Dios, rey grande, porque Jerusalén con zafiros y esmeraldas será reedificada, con piedras preciosas sus muros y con oro puro sus torres y sus almenas. (Tb 13, 10-19).
 
Tú y yo, mis queridos hermanos, somos Jerusalén. Si nos disponemos, si abrimos a Dios el corazón, Él responderá de tal forma que no nos alcanzarán los días para agradecerle, para alabarlo, glorificarlo y bendecirlo por tanto bien. Si mis pecados me han desfigurado, solo basta abrirme a su gracia y exclamar con el salmista: “Purifícame con hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Aleja de tu vista mis pecados y borra todas mis maldades”. (Sal 51 (50)).
 
Oh, Señor! Cuánto deseo que en mí se cumpla lo que expresa San Pablo en su Carta a los Romanos: “Muestran por su conducta que llevan la Ley escrita en el corazón”. (Ro 2, 15).
Ahora bien, en este templo nuevo que somos cada uno de nosotros, debe ofrecerse un culto de adoración; el mismo San Pablo nos muestra el sentido de dicho culto: “Hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios, que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Este es el verdadero culto que deben ofrecer. No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que es grato, lo que es perfecto”. (Ro 12, 1-2).
Mis queridos hermanos en la fe, cuán distinto sería este mundo si cada uno de nosotros viviera convencido de que es templo vivo; cuánta violencia, insultos, malos tratos, injusticias, etc, se evitarían si al mirar al otro vemos la presencia de Dios como en la zarza frente a Moisés y escucháramos la voz del mismo Dios que nos pide “descálzate, porque el lugar en que pisas es sagrado”, porque allí, en tu hermano, estoy Yo!
¿Cuándo dejaremos atrás tanta violencia, tanta indiferencia, cuándo dejaremos de ser jueces y verdugos de nuestros hermanos, cuándo pondremos un centinela a nuestra lengua a la hora de hablar, juzgar y condenar a los demás?
“En todo esto tengan en cuenta el tiempo en que vivimos y sepan que ya es hora de despertar del sueño. Porque nuestra salvación está más cerca ahora que al principio, cuando creímos en el mensaje. La noche está muy avanzada y se acerca el día; por eso, dejemos de hacer las cosas propias de la oscuridad y revistámonos de luz, como un soldado se reviste de su armadura. Actuemos con decencia, como en pleno día. Revístanse ustedes del Señor Jesucristo y no busquen satisfacer los malos deseos de la naturaleza humana. (Ro 13, 11-14).

 

Oh, Señor nuestro! Estando el hombre tan caído ante tus ojos y en tanta desgracia lejos de Ti, tuviste por bien de mirar, no a la injuria a tu bondad soberana, sino a la desventura de nuestra miseria; y teniendo más lástima de nuestra culpa que ira por tu deshonra, determinaste remediar al hombre por medio de tu Unigénito hijo, y reconciliarle contigo. Perdona nuestra cerviz dura, perdona la dureza de nuestro corazón, perdona nuestro temor a la hora de entregarnos a Ti; tan fácil nos damos a otras cosas y qué difícil es darnos totalmente a Ti y hacer que ello se note en nuestra forma de vida, de hablar y de pensar. Nos hayamos adormecidos frente a tanta maldad, injusticia y pecado general. Frente a nuestros ojos vemos realizados tantos anuncios; llamarán bueno a lo malo y malo a lo bueno y permanecemos muchas veces inmutables evadiendo nuestro compromiso cristiano. Concédenos tu fuerza, fortalece nuestras convicciones y nuestra voluntad; danos plena autoridad sobre reinos y naciones, para arrancar y derribar, para destruir y demoler y también para construir y plantar. Oh Señor nuestro, toca mis labios impuros con las brazas de tu amor encendido para que pueda en tu nombre convencer, conmover, deleitar y cautivar a quienes hable en tu nombre; quita mi maldad, borra mi pecado.

Aquí estoy, Señor; envíame a mí. Colócame frente a tu pueblo como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muralla de bronce, para vencer cualquier obstáculo que impida el triunfo de tu gracia; que ningún enemigo del alma o del cuerpo pueda vencerme pues Tú estarás conmigo para protegerme.

Mi gran Señor, por tu infinito amor, te suplico, concédeme lo que me pides y pídeme lo que quieras. Amén.

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