sábado, 30 de noviembre de 2013



El Adviento.




La palabra “adviento” proviene del latín adventus, que significa, venida, llegada. Dura cuatro semanas y su objetivo es prepararnos para la celebración de la navidad.

Se utiliza en la liturgia el color morado ya que éste nos indica que ha iniciado para la Iglesia un tiempo de preparación, en el cual se nos llama de manera particular a la penitencia, a la conversión. Sin embargo, el tiempo de adviento se nos presenta más como un tiempo de gozo y esperanza, que como un tiempo penitencial, sin que esto signifique que haya que descuidarnos en nuestro proceso de conversión, ya que este terminará el día de nuestra muerte.

Es importante tener en cuenta que lo que hacemos en nuestra Iglesia no es una simple conmemoración histórica, como lo sería el recuerdo de nuestra independencia, o del descubrimiento de América, etc. Lo particular de nuestra liturgia es que, el poder del Espíritu Santo, que siempre actúa en la Iglesia, a través de los misterios que celebramos hace de nuestro culto a Dios un memorial; es decir, que esto comprende “MEMORIA, PRESENCIA Y PROFECÍA”. Todo este detalle lo presento ante ustedes para que juntos entendamos que el adviento, como tiempo litúrgico fuerte, hará que posemos nuestros ojos en la “triple venida de Cristo”, a saber:

1. Jesús se encarnó en el seno virginal de la Santísima Virgen María. La liturgia hará, no sólo que recordemos aquel magno acontecimiento, sino que nos llevará a ese momento y lo hará actual. De aquí deriva lo siguiente:

2. Jesús vendrá a nuestro interior, nacerá allí este 25 de diciembre si se lo permitimos.

3. Jesús vendrá en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos en su parusía.

 

Ante esta realidad, a nosotros, los creyentes, nos compete hacer nuestro el mismo amor con el que María y José dispusieron todo para acoger a Aquel que ni los cielos pueden contener. Nuestro interior, toda nuestra persona debe prepararse como un nuevo pesebre en el cual Jesús nacerá. De nosotros depende que este Divino Niño no se quede fuera en la intemperie tiritando debido al frío de nuestra indiferencia, de nuestra falta de compromiso serio con nuestra conversión.

Oh, Señor nuestro, hoy te repito una vez más como el centurión: “yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Mi corazón no es digno de albergarte como tampoco lo fue el pesebre que te acogió; sin embargo, Señor, pese a mis limitaciones, a mis pecados, mi corazón es lo mejor que tengo y es ello lo que te ofrezco. Nace y crece en mí, Señor, para llevar celosamente tu presencia a todo aquel que esté a mi alrededor.

Oh Santísima Madre de Dios, inúndame del mismo amor con que tú le esperaste y acogiste para que nunca me separe de Él. Amén.

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