“El cielo y la
tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. (Lc 21,33). Por Iván
Muvdi Meza.
Es común y generalizada la desconfianza que padecemos la
mayoría de los seres humanos con relación a nuestras instituciones en el
aspecto político, social, religioso y quizás en muchos otros. Hemos constatado
tanta maldad que incluso puede uno preguntarse ¿falta por ver algo más? Con
cuanta decepción somos testigos de tantas promesas que quedan sin cumplimiento,
por ejemplo, de parte de nuestros dirigentes políticos, hasta hay chistes de
todo esto y la frase popular “pareces político, prometes y no cumples”. Ese es
el panorama que nos rodea.
Esta oscuridad desoladora se ilumina fuertemente cuando
constatamos no sólo en la historia, sino en nuestra cotidianidad, que hay
alguien que cumple lo que promete y que es capaz de mantener sus promesas a
pesar del tiempo. Ese es Jesús, nuestro señor. Hoy nos lo recuerda de nuevo: “el
Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”; en otro evangelio
dirá: “es más fácil que pasen el cielo y la tierra a que deje de cumplirse una
coma o un punto de mis palabras”.
Siempre en nuestro año litúrgico se destaca hacia el final
la victoria definitiva de Dios sobre el mal, el pecado y la muerte. Dentro de
poco iniciaremos el nuevo año litúrgico con el tiempo fuerte de Adviento en
donde se actualiza en la historia humana la primera venida de Cristo, pero a la
vez, se nos invita a elevar los ojos de nuestro corazón hacia su segunda
venida. Es común que por estos días se insista en el género apocalíptico que a
muchos asusta, aunque no es ese su objetivo; por el contrario, el propósito de
este anuncio es la consolación, por eso hemos leído y reflexionado por estos
días en frases como “levantad la cabeza”, “vuestra liberación está cerca” y la
liturgia de hoy nos habla de que se aproxima el verano. En Palestina no hay
primavera. Así que pasamos del invierno a un pronto florecimiento.
En los inviernos de nuestra historia de hoy, en donde el
frío de la indiferencia, de la injusticia, del egoísmo, del hambre, de la
guerra, del olvido del otro, llega a helar nuestros huesos aparece como un gran
signo de consuelo y esperanza Cristo que nos dice que sus promesas permanecen,
que tiene el poder para cumplirlas y que vendrá en gloria a acabar con todos
nuestros males. Este gran Señor al cual servimos nos dice a nosotros hoy:
“A los que salgan vencedores les daré a comer del árbol de
la vida que está en el paraíso de Dios” (Ap 2, 7).
“Manténte fiel hasta la muerte y Yo te daré la vida como
premio” (Ap 2, 10).
“A los que salgan vencedores les daré a comer del maná que
está escondido y les daré también una piedra blanca, en la que está escrito un
nombre nuevo que nadie conoce sino quien lo recibe”. (Ap 2, 17).
Podría pasarme el resto de mis días transcribiendo toda la
Escritura, pues toda ella es una promesa de amor, fidelidad, salvación para ti y
para mí.
Siempre enseñé a mis estudiantes “Al final de todo sólo
queda Dios”. Estoy convencido de ello, no nos llevaremos nada de lo que
tengamos aquí; lo único que llevaremos con nosotros será el amor que brindamos
y nuestros pecados.
Por eso, pensando en que sólo Dios y su Reino son eternos,
quiero que dirijamos nuestra reflexión al hecho de que nuestra misión como
cristianos, como Iglesia es que a través de nuestras obras, todos den gloria a
nuestro Padre en el cielo. Por eso la frase “Hágase, Señor tu voluntad, en la
tierra, como en el cielo” debemos verla no sólo como el anhelo más profundo de
nuestro corazón, sino también como una gran responsabilidad. Escribía el
P.a.p.a. Benedicto XVI en su obra “Jesús de Nazareth” que: “Como nuestro ser
proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar
de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto es precisamente lo que
indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de justo: vivir de la Palabra de
Dios, entrando progresivamente en sintonía con esa voluntad”.
Jesús dirá a sus apóstoles: “mi alimento es hacer la
voluntad de Dios” (Jn 4, 34). Así como ni siquiera tenemos que pensar
permanentemente en la necesidad de alimentarnos, pues el mismo cuerpo nos lo
recuerda, tenemos que hacer tan nuestro este ideal de hacer nuestro alimento la
voluntad de Dios, que también lo sintamos como una gran necesidad.
Continuará el P.a.p.a emérito diciéndonos: “Mirándole a
Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente justos;
nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos
de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera tierra”. Que sea Él nuestro
modelo, nuestra fuerza, que nos impulse su amor, su entrega, su obediencia.
En la petición del Padrenuestro: “Hágase Señor tu
voluntad, aquí en la tierra, como en el cielo”, pedimos en última instancia
acercarnos cada vez más a Él, a fin de que la voluntad de Dios prevalezca sobre
la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que
hemos sido llamados. (Benedicto XVI).
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