viernes, 29 de noviembre de 2013


“El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. (Lc 21,33). Por Iván Muvdi Meza.

 

Es común y generalizada la desconfianza que padecemos la mayoría de los seres humanos con relación a nuestras instituciones en el aspecto político, social, religioso y quizás en muchos otros. Hemos constatado tanta maldad que incluso puede uno preguntarse ¿falta por ver algo más? Con cuanta decepción somos testigos de tantas promesas que quedan sin cumplimiento, por ejemplo, de parte de nuestros dirigentes políticos, hasta hay chistes de todo esto y la frase popular “pareces político, prometes y no cumples”. Ese es el panorama que nos rodea.

Esta oscuridad desoladora se ilumina fuertemente cuando constatamos no sólo en la historia, sino en nuestra cotidianidad, que hay alguien que cumple lo que promete y que es capaz de mantener sus promesas a pesar del tiempo. Ese es Jesús, nuestro señor. Hoy nos lo recuerda de nuevo: “el Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”; en otro evangelio dirá: “es más fácil que pasen el cielo y la tierra a que deje de cumplirse una coma o un punto de mis palabras”.

Siempre en nuestro año litúrgico se destaca hacia el final la victoria definitiva de Dios sobre el mal, el pecado y la muerte. Dentro de poco iniciaremos el nuevo año litúrgico con el tiempo fuerte de Adviento en donde se actualiza en la historia humana la primera venida de Cristo, pero a la vez, se nos invita a elevar los ojos de nuestro corazón hacia su segunda venida. Es común que por estos días se insista en el género apocalíptico que a muchos asusta, aunque no es ese su objetivo; por el contrario, el propósito de este anuncio es la consolación, por eso hemos leído y reflexionado por estos días en frases como “levantad la cabeza”, “vuestra liberación está cerca” y la liturgia de hoy nos habla de que se aproxima el verano. En Palestina no hay primavera. Así que pasamos del invierno a un pronto florecimiento.

En los inviernos de nuestra historia de hoy, en donde el frío de la indiferencia, de la injusticia, del egoísmo, del hambre, de la guerra, del olvido del otro, llega a helar nuestros huesos aparece como un gran signo de consuelo y esperanza Cristo que nos dice que sus promesas permanecen, que tiene el poder para cumplirlas y que vendrá en gloria a acabar con todos nuestros males. Este gran Señor al cual servimos nos dice a nosotros hoy:

“A los que salgan vencedores les daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Ap 2, 7).

“Manténte fiel hasta la muerte y Yo te daré la vida como premio” (Ap 2, 10).

“A los que salgan vencedores les daré a comer del maná que está escondido y les daré también una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce sino quien lo recibe”. (Ap 2, 17).

Podría pasarme el resto de mis días transcribiendo toda la Escritura, pues toda ella es una promesa de amor, fidelidad, salvación para ti y para mí.

Siempre enseñé a mis estudiantes “Al final de todo sólo queda Dios”. Estoy convencido de ello, no nos llevaremos nada de lo que tengamos aquí; lo único que llevaremos con nosotros será el amor que brindamos y nuestros pecados.

Por eso, pensando en que sólo Dios y su Reino son eternos, quiero que dirijamos nuestra reflexión al hecho de que nuestra misión como cristianos, como Iglesia es que a través de nuestras obras, todos den gloria a nuestro Padre en el cielo. Por eso la frase “Hágase, Señor tu voluntad, en la tierra, como en el cielo” debemos verla no sólo como el anhelo más profundo de nuestro corazón, sino también como una gran responsabilidad. Escribía el P.a.p.a. Benedicto XVI en su obra “Jesús de Nazareth” que: “Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto es precisamente lo que indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de justo: vivir de la Palabra de Dios, entrando progresivamente en sintonía con esa voluntad”.

Jesús dirá a sus apóstoles: “mi alimento es hacer la voluntad de Dios” (Jn 4, 34). Así como ni siquiera tenemos que pensar permanentemente en la necesidad de alimentarnos, pues el mismo cuerpo nos lo recuerda, tenemos que hacer tan nuestro este ideal de hacer nuestro alimento la voluntad de Dios, que también lo sintamos como una gran necesidad.

Continuará el P.a.p.a emérito diciéndonos: “Mirándole a Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente justos; nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera tierra”. Que sea Él nuestro modelo, nuestra fuerza, que nos impulse su amor, su entrega, su obediencia.

En la petición del Padrenuestro: “Hágase Señor tu voluntad, aquí en la tierra, como en el cielo”, pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin de que la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados. (Benedicto XVI).

 Oh, amado, Señor: mira con bondad a este indigno siervo tuyo que llevado por su egoísmo tiende de manera natural a hacer su voluntad y no la tuya. Que tu amor supla mis falencias personales y espirituales para que lleno de ti pueda abrirme a la grandeza de la generosidad y llevado por ella en mis Getsemaní diarios pueda contigo exclamar: que no se haga mi voluntad, sino la tuya;  para que realmente en mí se cumpla lo que dice la Escritura: “el justo por la fe vivirá” y así mi alimento sea hacer tu voluntad. Sólo llevado por ti, sólo abierto a tu gracia, a tu presencia transformadora podré elevarme a la altura a la que me has llamado. Amén.

 
 
 

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