miércoles, 16 de abril de 2014



MEDITACIÓN PARA ADORACIÓN EUCARÍSTICA.
JUEVES SANTO DE LA SEMANA MAYOR 2014.
 
 
 
1.   Invocación al Espíritu Santo…
 
2.   Introducción:
Esta santísima noche que da origen al Santo Triduo Pascual, se enmarca dentro de una pluralidad de eventos y de sentimientos: es una noche de despedida, pues Jesús se prepara para pasar de este mundo al Padre, es una noche de oración, de enseñanzas; una noche en la que Jesús lavando los pies a sus apóstoles, evidencia el hecho de que ha asumido en su totalidad la condición de siervo, de esclavo, para cargar con los pecados del mundo; es una noche en la que, con un nuevo mandamiento, Jesús plasmará en el corazón de cada creyente el sello por el cual serán reconocidos sus discípulos: el amor que va más allá de un simple sentimiento para resumirse en una frase de amplios horizontes: “la medida del amor, es el amor sin medida” y que se expresará como signo perenne en la verticalidad y horizontalidad de los travesaños del madero en los que en pocas horas Jesús será clavado y que nos recuerdan  que no hay mandamiento más grande que el amar a Dios con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas, con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos. Es una noche de suma ternura donde el que se sabe amado busca con ansias reposar su cabeza sobre el pecho de Aquel que es el amor sin medida; es también una noche en la que ya por Jesús se ha pagado un precio; una noche en la que, detrás de un beso, se esconde la traición, la avaricia, la codicia, el apego a los bienes terrenos; una noche de insultos, de golpes y de injusta condena; una noche de infidelidad porque por causa del adormecimiento espiritual, no ha habido capacidad para velar en oración junto a Jesús.
Pero sobre todo lo anterior, es una noche sacerdotal y eucarística.
 
3.   Canción. (Sugerencia: Si tú eres el Rey, o Padre me abandono en tus manos)
 
4.   (Primera lectura del texto bíblico) Santo Evangelio según San Juan:
 
Después de decir estas cosas, Jesús miró al cielo y dijo: “Padre, la hora ha llegado: glorifica a tu Hijo, para que también Él te glorifique a Ti. Pues Tú has dado a tu Hijo autoridad sobre todo hombre, para dar vida eterna a todos los que le diste. Y la vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Palabra del Señor.
 
Jesús eleva los ojos al cielo… al lugar de Dios. A este pasaje se le conoce como la oración de despedida, pero también como la oración sacerdotal de Jesús por su consagración, por su ofrecimiento y por su oficio como intercesor; pero sobre todo, no olvidemos que estos eventos surgen dentro el contexto de la última cena, donde, de manera sacramental, Jesús celebró su pascua, es decir, por amor, Jesús adelantó su hora en las especies consagradas del pan y del vino, como sacerdote, víctima y altar para quedarse con nosotros y en nosotros.
Esta oración muestra a Jesús como el revelador exclusivo y absoluto del Padre y dentro de ello, el autor sagrado hace énfasis en la relación de Jesús con Dios como Padre y en ese contexto, Él cabeza de la Iglesia, nos incorpora a todos nosotros. Jesús vive su proceso de entrega a la voluntad del Padre desde un corazón siempre orante, desde una relación viva e íntima con el Padre. La postura y disposición de levantar los ojos al cielo, es diferente por completo de cualquier otra costumbre, Al principio, los judíos no se orientaban hacia ningún lugar para hacer la oración, por ende, este gesto nuevo en el cristianismo, significa a su vez otro tipo de lenguaje.
Jesús y su Palabra es el centro mismo de la oración comunitaria, por Él, con Él y en Él, bajo la acción y el auxilio del Espíritu Santo oramos al Padre.
Jesús ora al Padre pidiéndole que le glorifique y la respuesta es la cruz y la resurrección. Jesús glorifica al Padre cumpliendo en fidelidad y obediencia su voluntad: “Éste es mi Hijo amado, éste que sube como cordero manso hacia Jerusalén”. Jesús glorifica al Padre convirtiéndose en la plenitud de la Revelación por medio de su predicación y de su pascua.
El Padre glorifica al Hijo resucitándolo de entre los muertos, es decir, levantándole como Hijo eterno del Padre, Señor y Mesías.
Jesús glorifica al Padre resarciendo la culpa de Adán y revistiendo de inmortalidad lo que Adán cubrió con sombras de muerte. En Jesús son nuevas todas las cosas, por eso veremos que en la noche del domingo de resurrección Jesús resucitado se presentará frente a sus apóstoles y soplará sobre ellos el mismo aliento de vida que dio origen al primer Adán. En Él hay una nueva creación.
Para gozar en el Hijo de lo que ha venido a ser nuestra herencia, Jesús como Sumo y Eterno Pontífice, nos coloca en comunión con el Padre, intercede por nosotros, se queda con nosotros y en nosotros para que gocemos de su gloria, la vida eterna, la cual consiste en Conocer al Padre y a su enviado Jesucristo.
Conocer en términos bíblicos indica la relación conyugal, queriendo con ello indicar que nuestra vocación más sublime consiste en fundir nuestro amor con el amor que de Dios brota como fuente perenne; sabernos amados por el Padre y corresponder a su amor como hijos.
 
5.   Oración:
 Oh Señor, que te has querido quedar con nosotros y en nosotros, que por amor infinito quisiste adelantar tu hora de manera sacramental para no dejarnos solos y tenerte siempre presente aunque oculto bajo la apariencia del pan y del vino; te damos las gracias por este don incalculable y por la fe que nos das para sobrepasar las apariencias de las especies consagradas y descubrir en ellas tu presencia viva y real; tu Cuerpo, tu Sangre, tu Alma y tu Divinidad.
Oh Señor, que has buscado la gloria y la honra del Padre por medio del servicio, el amor y la obediencia; míranos con bondad y concédenos la gracia de imitarte.
Queremos gozar de la vida eterna que nos prometes y que ganaste a precio de sangre; concédenos el don de la perseverancia final, para que a pesar de nuestras dificultades, de nuestros defectos y limitaciones, tu gracia supla nuestras falencias y también en nosotros, en nuestra conducta, el Padre se glorifique: Que se cumpla en nosotros lo que nos has enseñado: “Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos”.
 Oh Señor y Dios nuestro, te pedimos perdón por la soledad de los sagrarios, por las comuniones sacrílegas, y por todos los pecados que se cometen a diario contra tu presencia real en la eucaristía.
Haz Señor que nuestro corazón sea generoso para que abiertos a tu acción, el rocío de tu misericordia y de tu amor nos permita ser realmente para el mundo sagrarios vivos que guardan celosamente tu presencia y custodias vivas que te manifiesten al mundo con palabras, pero sobre todo con el ejemplo.
 
…Momento de silencio…
 
6.   Canto: (Cantemos al amor de los amores / Oh buen Jesús/ quiero levantar mis manos).
 
7.   (Segunda parte de la lectura del texto bíblico): Santo Evangelio según San Juan:
 
Yo te he glorificado aquí en el mundo, pues he terminado la obra que tú me confiaste. Ahora, pues, Padre, dame en tu presencia la misma gloria que Yo tenía contigo desde antes que existiera el mundo.
A los que escogiste del mundo para dármelos, les he hecho saber quién eres. Eran tuyos, y tú me los diste, y han hecho caso de tu Palabra. Ahora saben que todo lo que me diste viene de ti; pues les he dado el mensaje que me diste, y ellos lo han aceptado. Se han dado cuenta de que en verdad he venido de Ti y han creído que Tú me enviaste. Palabra del Señor.
 Como lo hemos indicado, Jesús glorificó al Padre cumpliendo su voluntad en fidelidad, obediencia y amor.
Todos hemos sido creados por Dios y para Dios; nuestra comunión con Él es nuestra más alta vocación, por eso, el mismo Dios nos dice: “Sean santos, porque Yo, el Señor, soy Santo”.
Nuestra existencia debe glorificar a Dios. Ya Jesús, en un momento en que buscaban ocasión para matarle, había proclamado: “Dad al César, lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Lo cierto es, mis queridos hermanos, que nosotros somos de Dios. Le pertenecemos porque nos creó, le pertenecemos porque nos redimió, porque nos justificó, porque nos conserva providencialmente, porque nos sostiene en todo tiempo y lugar. No podemos vivir de espaldas a nuestro hacedor viviendo como si no tuviéramos un alma que salvar. Nuestro hacedor, nos dio dos ojos, dos oídos, dos brazos, dos piernas, de modo que, si faltase uno, nos pudiéramos remediar con el otro; pero alma no nos dio sino una y éste es el tiempo, el aquí y el ahora de nuestra salvación, pues nuestro Dios en su amor y misericordia nos ha prometido el perdón, más no el día de mañana; así que día vendrá en que amanezcas y no anochezcas, o en que anochezcas y no amanezcas y dónde irá a parar tu alma?
Nuestra intención y esfuerzo debe en todo momento buscar imitar el ejemplo de la tierra fértil, que siempre en agradecimiento de lo que recibe, produce su fruto a su tiempo.
 Jesús, en esta segunda parte de su oración, pide a su Padre y nuestro Padre, que le de la gloria que siempre había tenido, desde antes que todo fuese.
Pero ahora, mis queridos hermanos, quien se sienta a la derecha del Padre, no es sólo de naturaleza divina, sino también de naturaleza humana; en Cristo, todo hombre se ha acercado a lo más íntimo de Dios.
 Oh, Señor; estando el hombre tan caído ante los ojos de Dios, y en tanta desgracia, tuvo por bien Aquel Señor (no menos grande en la misericordia que en la majestad) de mirar, no a la injuria de su bondad soberana, sino a la desventura de nuestra miseria; y teniendo más lástima de nuestra culpa que ira por su deshonra, determinó remediar al hombre por medio de su Unigénito Hijo, y reconciliarle consigo. Más ¿cómo le reconcilió? ¿Cómo podrá hablar eso lengua mortal? Hizo tan grandes amistades entre Dios y el hombre, que vino a acabar no sólo en que Dios perdonase al hombre, y le restituyese en su gracia y se hiciese una sola cosa con Él por amor, sino, lo que excede todo entendimiento, llegó a hacerle tan una cosa consigo, que en todo lo que hay creado, no hay cosa más una que son ya los dos (Creador y creatura), porque no solo son uno en amor y gracia, sino también en la persona de Cristo. ¿Quién habría pensado que así se soldaría tal quiebra? ¿Quién se hubiera imaginado que estas dos cosas, entre quien la naturaleza y la culpa habían puesto tan grande distancia, habían de venir a juntarse, no en una casa, no en una mesa, ni en una gracia, sino en una persona? ¿Qué cosa hay más distante que Dios y el pecador? ¿Qué cosa ahora más junta que Dios y el hombre? Ninguna cosa hay, dice San Bernardo, más alta que Dios, y ninguna más baja que el barro con el hombre fue formado. Más con tanta humildad descendió Dios al barro y con tanta dignidad subió el barro hasta Dios, que todo lo que hizo Dios se diga que lo hizo el barro, y todo lo que sufrió el barro, se diga que lo padeció Dios.
¿Quién dijera al hombre, cuando tan desnudo y tan enemistado se sintió con Dios, que andaba buscando los rincones del paraíso terrenal para esconderse, que tiempo vendría en que se juntase aquella tan baja sustancia en una persona con Él? Fue tan estrecha esta junta y tan fiel, que cuando hubo de quebrar, que fue el tiempo de la pasión y muerte, aunque pudo la muerte apartar el alma del cuerpo, no pudo apartar a Dios, ni del alma, ni del cuerpo, porque “lo que una vez por nuestro amor tomó, nunca más lo dejó”.
Mucho te debemos, Dios nuestro, porque nos libraste del infierno y nos reconciliaste contigo; pero, mucho más te debemos por la manera en que nos libraste que por la libertad que nos diste; oh, feliz culpa que nos trajo tan grande Redentor.
 …Momento de silencio…
 8.   Canto… (Sáname, Señor)
 
El Señor Jesús recalca en su oración su carácter de misionero, de emisario o enviado por el Padre.
Para entender el concepto joánico de envío o misión hay que partir del principio forense del judaísmo: «El enviado de un hombre es como él mismo». Se trata de una concepción profundamente enraizada en la concepción antigua del emisario o mensajero: un embajador era el representante de su gobierno, hacía sus veces y estaba estrechamente vinculado a sus instrucciones. Así también en Juan la idea de envío designa, por lo general, la autorización de Jesús por parte de Dios; en razón de su misión, Jesús dispone de la facultad divina de revelar y salvar, y asimismo en cuanto revelador es el representante de Dios en el mundo humano. Quien le acepta, acepta a Dios; quien le rechaza, a Dios rechaza.
La plegaria de Jesús por su glorificación a manos del Padre contempla también por ello mismo la duración eterna, el futuro eterno y la permanente vigencia del acontecer soteriológico, es decir de nuestra Redención o salvación. Como tal acontecimiento la muerte y resurrección de Jesús tienen un significado de eternidad; han ocurrido «de una vez por todas». No sólo tienen un futuro, sino que en ellas se abre ya el futuro eterno.
Jesús, nuestro Señor, en esta noche santa ha instituido el sacramento del Orden Sacerdotal y el Sacramento de la Eucaristía. ¿Con qué fin? Para la obra de la redención no se quedara en la historia del hombre como un acontecer más, sino que, consciente de nuestra fragilidad, ha dejado la Eucaristía y el Sacerdocio como una ofrenda perenne de su amor y de su sacrificio que se mantiene vigente a pesar del paso de los siglos para que tú y yo hoy, y las generaciones venideras vivan en el hoy de la salvación de Dios.
Jesús nos revela al Padre; quien abre su corazón a Dios y a su mensaje, necesariamente abre su corazón a Cristo, pues es Él, verdadero camino, la verdad y la vida que nos comunica al Padre.
Señor Jesús, concédenos la gracia de imitar el testimonio de las primeras comunidades cristianas sobre las cuales se escribió: “Los cristianos son en el mundo, lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos, se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo”.
…Momento de Silencio…
 9.   Canto: (Espíritu Santo, yo te necesito…)
 (Tercera parte de la lectura del texto bíblico): Santo Evangelio según San Juan:
 
o te ruego por ellos; no ruego por los que son del mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío y mi gloria se hace visible en ellos. Palabra del Señor.
 Uno de los frutos decisivos del acontecimiento salvífico es la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús, la Iglesia. Juan habla de que la revelación no alcanza ciertamente su meta en todos los hombres, aunque a todos va dirigida. Pero en los discípulos sí que logra su finalidad.
Ya lo diría el mismo Juan en el prólogo de su evangelio: “Aquel que es la Palabra estaba en el mundo, y aunque Dios hizo el mundo por medio de Él, los que son del mundo no le reconocieron. Vino a su propio mundo, pero los suyos, no le recibieron”. (Jn 1, 10-11)
Entre los primeros discípulos de Jesús ocurre ya de manera ejemplar lo que ocurrirá luego en la comunidad de todos los tiempos.
La primera generación de discípulos de Jesús es la de quienes recibieron la revelación directamente de Jesús, mientras que las generaciones posteriores son aquellas que «Creerán en Él por la palabra de ellos».
Las generaciones sucesivas de discípulos permanecen vinculadas al testimonio de los primeros discípulos. A través de nuestros pastores, en especial del Papa;  de la Sagrada Tradición y del Magisterio de la Iglesia; el mensaje que Cristo anunció se mantiene actual e inmutable; de allí la importancia de guardar la fe y el auténtico testimonio cristiano en la unidad.
La comunidad de creyentes no es un conglomerado dispuesto por los hombres, sino que tiene su origen en Dios que creó de un solo principio todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si atientas le buscaban y le hallaban, por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en Él vivimos, nos movemos y existimos. (Hch 17, 26-28). Es el mismo Dios el que reúne a todos los hombres que el pecado dispersó en el seno de la Iglesia, su pueblo.
Si la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús se había entendido ya como don divino, como regalo de la libertad gratuita y como fruto de la acción de Dios; también se atribuye a la acción divina la permanencia de esa comunidad. La comunidad debe asimismo su existencia a la intercesión de Jesús y al Paráclito divino; en este sentido carece de una existencia autónoma o autárquica. Jesús aparece a la vez como el intercesor celeste en favor de los suyos en presencia de Dios y como presente y actuante en la comunidad. La súplica de Jesús por los suyos es un indicio de que todo el proceso, de que aquí se habla, se desarrolla en el marco de una libertad gratuita o, lo que es lo mismo, en el marco del amor divino, que, de una vez para siempre, ha abierto la obra reveladora de Jesús. En ese «marco» Jesús y los suyos forman una sola realidad.
Cuando se nos dice que no se ora por los del mundo, se recalca el hecho de que Dios respeta la libertad con la cual los hombres le rechazan; él no salva a nadie a la fuerza pues la salvación no es más que una donación mutua y gratuita de amor por parte de Aquel que es el amor mismo y aquel que se sabe amado y que no tiene más remedio que abrirse al amor como respuesta a quien lo ha dado todo por nosotros. Amor con amor se paga.
Teniendo claro lo anterior, es menester entender que la oración de Jesús entenderemos que Jesús no cierra su corazón a quienes le rechazan, ello lo constatamos cuando más adelante, en la misma oración, Jesús dice que envía a sus discípulos al mundo y luego ora por quienes creerán en Él a través del mensaje de ellos; es decir, hace alusión a todos aquellos que viviendo entregados al pecado como muertos, al mantenerse lejos de la gracia.
En tal sentido la oración de despedida expresa también la esperanza de salvación para el mundo, y ése es también el fruto de la glorificación, en que se prolonga y halla siempre un nuevo cumplimiento la obra salvadora de Jesús.
La unidad ha de pedirse; es decir, ha de recibirse y conservarse como un don. Para conservarla es importante tener presente que la Iglesia es una en su fundador y santificador, una en sus sacramentos, una en sus mandamientos, una en sus ministros, una en su mensaje, una en su liturgia. Es importante no herir la unidad de la Iglesia alejándonos de nuestro Dios, de los sacramentos, de la obediencia a los mandamientos, de nuestros pastores, en especial del papa y de los ministros unidos a él; no adoptando conceptos y filosofías ajenas a la fe cristiana llevándola a un sincretismo o mezcla de muchas cosas que son una afrenta al mensaje de Jesús. Es importante como signo y expresión de la unidad celebrar la liturgia conforme lo manda la Iglesia y no haciendo de ella un bien privado, pues es un bien de toda la Iglesia. No podemos herir la unidad, despreciando al hermano.
 
Oración:
 
Oh Señor, creador y preservador de todo el género humano, te rogamos humildemente por los hombres de toda suerte y condición: que te complazcas en darles a conocer tus caminos y tu salud salvadora a todas las naciones. Muy especialmente te pedimos por la condición de tu Iglesia Universal: que todos sus miembros se dejen  guiar y gobernar por tu buen Espíritu, a fin de que todos los que se profesan y llaman cristianos sean conducidos en el camino de la verdad y mantengan la fe en la unidad del Espíritu, en el vínculo de la paz y en una vida justa.
Ayúdanos a reconocerte siempre como nuestro Dios y Padre y a los demás como nuestros hermanos para que así, llenos de amor fraterno, podamos ser capaces de ser la extensión de tus manos providentes especialmente para con aquellos que sufren del alma o del cuerpo.
Que así como todos somos alimentados por el mismo pan, en este piso alto, en este cenáculo de la Caridad del Cobre, todos nos esforcemos por mantener la unidad de la Iglesia universal, Arquidiocesana y parroquial.
Que todos seamos uno, como Tú, Señor, eres uno con tu Hijo unigénito y con tu Santo Espíritu.
 
 
 

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