domingo, 6 de abril de 2014


“En mí encontrarán la gracia para salir de vuestros sepulcros”. Por Iván Muvdi. Día 33 en travesía por el desierto cuaresmal.


Lectura de la profecía de Ezequiel (37,12-14):


Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.» Oráculo del Señor. Palabra de Dios.

 
En esta primera lectura se refleja plenamente lo que el Señor Jesús logrará con su pascua, que por la gracia de Dios, será también nuestra pascua; es decir, será el paso de Jesús de este mundo al Padre, donde su cuerpo mortal se recubre de gloria e inmortalidad, y junto con Él, será nuestro propio paso de la esclavitud del pecado a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. En Él vencemos al poder del pecado y de la muerte, en Él nos revestiremos de inmortalidad. Así que, nos referimos a nivel corporal, al poder que tiene Dios para resucitarnos de entre los muertos venciendo con ello la consecuencia más grave del pecado original; y en sentido espiritual, a través de los sacramentos, en principio, a través del bautismo, esa única pascua se actualiza y se mantiene vigente en cada uno de nosotros.

Así como en las primeras páginas del Génesis se nos dice que el Señor insufló sobre la nariz de Adán su aliento de vida; de igual forma, Cristo en la tarde del domingo de resurrección sopla sobre sus apóstoles y les dice: “paz a vosotros.” “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros”, queriendo indicar que en Él, en su pascua, se genera una nueva creación, se inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que se anuncia en el Apocalipsis, donde también Jesús nos dice: “yo hago nuevas todas las cosas”. Sólo en Él tenemos la vida verdadera, en Él será posible alcanzar una felicidad plena, completa y eterna.

 

Salmo Responsorial:

 

R/. Del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa.


Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz,
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
R/.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
R/.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora.
R/.

Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.
R/.

 

Este es sin duda uno de los salmos más hermosos de todo el salterio, o por lo menos uno de los que a mí más me gusta.

Alguna vez leí un poema que me marcó, desde entonces jamás la he olvidado y cuyo primer verso dice así:

 No son los muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan de su tumba fría,
muertos son los que tienen muerta el alma
y viven todavía.

He querido citar textualmente este verso porque pienso que es trágico saber que fuimos creados por Dios y para Dios, que lo que hay aquí es efímero y pasajero y sólo lo que Él nos ofrece es eterno y, a pesar de ello, son muchos los que viven de espaldas a Dios, olvidándose que tienen un alma que salvar y que sólo este tiempo, que transcurre en un abrir y cerrar de ojos, es el que nos ofrece una única oportunidad para abrir nuestro corazón a la gracia de Dios y acogerle como a nuestro único Señor y Dios.

Esta es la tragedia a la que nos conduce el pecado, escrito está, que la paga del pecado es la muerte y no se refiere simplemente a la cesación de las funciones biológicas del organismo, sino que, peor aún, se refiere a vivir una vida sin sentido, vacía, materialista, consumista, hedonista y egoísta.

Por eso, mis muy amados hermanos, desde lo hondo, desde lo más profundo clamemos al Señor, elevemos nuestro corazón y permitámosle a Dios que con su amor, gracia y misericordia rompa las cadenas de los pecados que nos atan, nos saque de nuestros sepulcros y sea Él quien dé sentido a nuestra vida; sólo desde su óptica seremos capaces de ver las cosas con otros ojos y ¿cuánto hace falta ello?, ver con nuevos ojos nuestro trabajo, nuestro matrimonio, nuestra función de padres, la amistad, el vecino, el prójimo en general, nuestro lugar y misión en la Iglesia, etc. Oh, qué grandioso sería que desde lo más profundo del corazón sepamos esperar en el Señor, con las mismas ansias con que el centinela espera la aurora de la mañana para por fin descansar y recibir con ello el mérito por su servicio de vigilancia, consciente, seguro y feliz porque por su trabajo cumplido, el castillo, (que es tu interior) no cayó, se mantiene firme en la roca sólida e inconmovible que es Cristo, nuestro Señor.

 
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,8-11):

Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros. Palabra de Dios.

 San Pablo, en esta segunda lectura, nos muestra claramente el efecto que produce en nosotros el abrirle el corazón a Dios, y es precisamente, el dejar de vivir según los designios de la carne. Entiéndase bien esto. Nuestros instintos naturales son normales, pero el hombre que ha sido colocado por Dios como el centro de su creación, como el señor de la misma, también debe ser señor de su propio cuerpo para que ejerciendo el señorío de su cuerpo se entregue completamente a su Señor y Dios. Todo esto para indicar que no son nuestros instintos los que nos dominen, sino que, asistidos por la gracia de Dios, seamos nosotros, seres racionales y también espirituales, capaces de dominarnos y de actuar como personas y no por simples reflejos o instintos como lo haría cualquier animal que no ha sido dotado de inteligencia ni de un alma inmortal.

Esto no es fácil, pero no es imposible. San Pablo se refería a ello como un aguijón en la carne pero visto desde la óptica de Dios, un medio que nos ayuda a mantenernos humildes en el sentido de ser conscientes de que no somos perfectos y de que debemos vivir en un proceso de conversión permanente. Todos los días, con nuestras acciones y decisiones tomamos partido en la lucha contra el mal, contra el pecado. El esfuerzo, la constancia, la perseverancia, la humildad para reconocer derrotas y levantarnos de nuevo sabiéndonos necesitados de Dios, es el camino para aportar desde nuestra libertad, voluntad y capacidad, en nuestra propia salvación, ya que como bien lo expresó San Agustín, “el que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
 
 
Lectura del santo evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45):

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Palabra del Señor.
 
Todas las lecturas que hemos venido reflexionando el día de hoy confluyen aquí, en Jesucristo, único capaz de dar vida a los muertos y de que los vivos no mueran para siempre.
Como bien lo sabemos, una de las consecuencias de nuestro pecado es la enfermedad que hace parte del sufrimiento que tiene por causa el mismo origen: “el pecado” y que nos conduce también a la consecuencia más grave: “la muerte”, que como ya mencionamos, es la paga del pecado.
Aquí viene ya un tema bastante álgido y controversial: “el sufrimiento”, “el dolor”, “la angustia”, “la enfermedad” y en definitiva la muerte. Todo esto por instinto natural de conservación, por nuestro deseo y sed de trascendencia, lo rechazamos. Como lo rechazamos, cuando nos sobrevienen desgracias, o algunas de las situaciones aquí mencionadas, lo natural, lo humano, es resistirnos, es rechazar todo ello. Corremos el riesgo de equivocarnos al pensar que Dios nos manda este tipo de cosas y ello no es cierto. Aquí vemos a un Jesús que llora, y lo hace no sólo como humano que “siente” el vacío que deja la pérdida de un ser humano, sino que también (y como dicen los santos, enmudezca aquí toda lengua) lo hace como Dios, porque este no fue su plan para nosotros, Él nos hizo inmortales, ajenos al sufrimiento, al dolor.
Las situaciones dolorosas que nos sobrevienen son producto de malas decisiones, del mal uso del organismo que con el tiempo termina pasándonos la factura, de nuestra negligencia, de nuestra impulsividad al no permitirnos pensar antes de actuar, de la negligencia e incluso maldad de los otros, de nuestra fragilidad humana y biológica, etc.
Lamentablemente, en medio del dolor, podemos incluso equivocarnos culpando a Dios por esa situación que no evitó teniendo el poder para ello, etc.
Pero precisamente, para ello vino Jesús al mundo, asumiendo nuestra naturaleza humana; fue semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado; Él, el omnipotente, se limitó al cansancio, al hambre, al calor, al frío, a la fatiga; etc. Padeció rechazos, humillaciones, burlas, golpes, insultos, etc. Injustamente juzgado, injustamente condenado e injustamente asesinado; denigrado al equipararlo a los llamados “malditos” de su época por recibir la muerte más humillante, deshonrosa y torturante de esa época, en donde además de soportar el dolor de unos clavos que traspasaron las palmas de las manos, las plantas de los pies y sus respectivos empeines; también había que soportar la compresión de la caja torácica que provocaba la sensación de una continua asfixia, que concentraba un dolor indescriptible en todos los músculos de la espalda, hombros y brazos; no sin antes haber sido desgarrado por látigos que se hacían con nervios de animales y en cuyos extremos se adherían trozos de vidrios, de huesos afilados, clavos, bolas de plomo, ganchos afilados que atravesando la piel se insertaban hasta lo más profundo de los músculos para luego desgarrarlos al ser halado el látigo por el verdugo con el ánimo de dar un nuevo golpe. Ese Jesús vestido con manto de burla, coronado de espinas, convertido en una sola yaga de pies a cabezas es el que se coloca frente a nosotros, frente a nuestro tribunal cuando le culpamos por nuestras desgracias.
Rechazarlo, injuriarlo, culparlo, herirlo con nuestras palabras, con nuestra indiferencia, con nuestros reclamos, desconocer su obra salvadora, su entrega extrema por amor; es una de nuestras opciones, pero no es la más acertada.
La otra opción, consiste en tener consciencia de que Él se ha sacrificado precisamente para que el dolor, la injusticia, la maldad, la muerte no sea algo definitivo para nosotros.
Ante el dolor de las hermanas de Lázaro, Jesús les dice: “Yo Soy la Resurrección y la Vida” y ante la falta de entendimiento de éstas que creen que la promesa de Jesús sólo se cumplirá hacia el final de los tiempos, les dice: “¿no te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”, el punto es, a mi  modo ver, que sea cual fuere el dolor o el momento difícil por el que estemos pasando, si creemos en Él, sin duda veremos cómo Él será más fuerte que la adversidad, cómo sabrá sacar un gran bien de nuestro gran mal, y de cómo seres testigos de grandes milagros en nuestra vida. Si lo más difícil desde nuestra lógica es que un muerto vuelva a la vida, ¿cómo no creerle que tiene poder para remediar cualquier otra situación por la que estemos pasando?
También a nosotros Jesús nos mira a los ojos y nos pregunta ¿crees esto? De nosotros depende lo que venga a continuación; es decir, o tomamos la actitud de aquellos que murmuraban incrédulos y mal intencionados diciendo: y este que ha abierto los ojos a los ciegos ¿no pudo impedir que Lázaro muriera?; o la actitud de la hermana de Lázaro que con convicción le responde diciéndole: “«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»”Ante esta respuesta, fue testigo de lo imposible; ante la voz de Jesús, su hermano, el que había muerto, ahora estaba frente a ella vivo de nuevo.
Hoy, siguiendo la Palabra de Jesús, te digo mi querido (a) hermano (a); no dudes más de tu Señor, confía, pese a todo cree y confía; deja atrás las sombras de la duda y ábrete a la aurora de la fe y de la confianza en el amor de sabernos amados por el mejor de los padres. Hoy el Señor le te dice: «Desatadlo y dejadlo andar.» desata tu alma, tu corazón y déjale transitar hacia tu Dios, tu puerto seguro, tu faro en medio de la tempestad y de la tiniebla.
Si eres capaz de creer, verás la gloria de Dios. ¡Quedaos con Dios!.
 


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