domingo, 2 de febrero de 2014


“Mis ojos han visto a tu Salvador”. Por Iván A. Muvdi Meza.


Lectura del libro de Malaquías (3,1-4):

Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.» Palabra de Dios.

 Salmo Responsorial:

R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra. R/.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.

 
Lectura de la carta a los Hebreos (2,14-18):

Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella. Palabra de Dios.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. Palabra del Señor.

 En esta ocasión resaltaré tres ideas fundamentales que nos presentan las lecturas bíblicas para el día de hoy, la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo:

 La primera idea que quiero compartirles es que, la misma Escritura, nos dice que para saber si el oro es verdadero debe probarse en el fuego; es decir, el brillo de nuestra fe debe surgir del proceso del fuego que equivale a la prueba. Sin embargo, es un hecho, que nosotros solos, por nuestras propias fuerzas, no podemos lograr la meta de hacer que nuestra fe brille por encima de nuestras dificultades y de todo aquello que incluso nos lastima. Sólo aferrados a Él, no hay otro camino; sólo en Cristo que nos fortalece es posible mantenernos en pie a pesar de la violencia del viento y de las olas; aún si pareciera dormir sobre la popa de nuestra embarcación, pero estando Él allí, con nosotros, tenemos la certeza de que en cualquier momento se levantará para increpar al viento y al mar. Ahora bien, no es sólo la prueba, es su amor que viene en nuestro auxilio y que suple nuestras falencias; es su amor que lo impregna todo para que, lo que ofrezcamos al Padre, lleve la impronta de su Hijo y así sea de mayor agrado para Dios. Sólo por medio de Cristo, en el Espíritu Santo, podemos ofrendar a Dios como es debido, porque la ofrenda será la obra de Jesús en nosotros. No son nuestras cosas las que Dios busca, Él quiere nuestro corazón y a éste modelado según el ejemplo de Jesús, que es manso, humilde y misericordioso. Por eso el salmista en su momento clamó: ¡Por tu amor, oh Dios, ten compasión de mí; por tu gran ternura, borra mis culpas!... ¡lávame y quedaré más blanco que la nieve! ¡Oh Dios, pon en mí un corazón limpio!... “Las ofrendas a Dios son un espíritu dolido”.

La segunda idea tiene que ver con tender la mano a los hijos de Abraham, no a los ángeles. A veces podríamos equivocadamente pensar que ya no hay amor y misericordia de parte de Dios para nosotros; sin embargo, la experiencia nos muestra que Él no se cansa de buscarnos, no cesa en su empeño  de salvarnos. Dios nos ama profundamente y por eso es Sumo Sacerdote COMPASIVO y FIEL que ha venido a expiar nuestros pecados. Con sus llagas busca sanar las nuestras, sobre sí cargó el peso de nuestros pecados y sus consecuencias al ser desgarrado en todo su cuerpo y al terminar muriendo en una cruz; despojado de sus vestiduras, incluso de su vida mortal, pero nunca de su amor por nosotros. Lo que puede suceder es que, a veces, en medio de nuestros afanes y de que todo tiende a convertirse en costumbre, olvidamos los beneficios que Dios nos ha otorgado en su Hijo; por eso es importante, que diariamente le expresemos a Dios con el salmista: ¡dame un espíritu nuevo y fiel! ¡Hazme sentir de nuevo el gozo de tu salvación!

Por último, Jesús ha conocido y padecido el dolor,  la angustia y ha vencido. Por eso Él es nuestro auxilio, es Él quien resplandece en nuestro horizonte, cuando abatidos levantamos los ojos y nos preguntamos, ¿de dónde vendrá nuestro auxilio?

“In hoc signo vincet”: con este signo vencerás. Cristo, su pascua, es el signo de nuestra victoria. Que sus enseñanzas sean nuestra bandera, para que así, cada vez que nos sintamos sin fuerzas, contemplemos su faz y le escuchemos decir: “Talita cum”: ¡a ti te digo, levántate!

 Quedaos con Dios.


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