“Mis ojos han visto a tu Salvador”. Por Iván A. Muvdi Meza.
Lectura del libro de Malaquías (3,1-4):
Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino
ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis,
el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor
de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará
en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se
sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a
los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces
agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados,
como en los años antiguos.» Palabra de Dios.
R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra. R/.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.
Lectura de la carta a los Hebreos (2,14-18):
Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra
carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el
poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a
la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los
hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus
hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere,
y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor,
puede auxiliar a los que ahora pasan por ella. Palabra de Dios.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres
de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo
escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor»,
y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o
dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre
justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo
moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la
muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban
admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a
María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de
muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana,
hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita
había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se
apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los
que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que
prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El
niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de
Dios lo acompañaba. Palabra del Señor.
La segunda idea
tiene que ver con tender la mano a los hijos de Abraham, no a los ángeles. A
veces podríamos equivocadamente pensar que ya no hay amor y misericordia de parte
de Dios para nosotros; sin embargo, la experiencia nos muestra que Él no se
cansa de buscarnos, no cesa en su empeño
de salvarnos. Dios nos ama profundamente y por eso es Sumo Sacerdote
COMPASIVO y FIEL que ha venido a expiar nuestros pecados. Con sus llagas busca
sanar las nuestras, sobre sí cargó el peso de nuestros pecados y sus
consecuencias al ser desgarrado en todo su cuerpo y al terminar muriendo en una
cruz; despojado de sus vestiduras, incluso de su vida mortal, pero nunca de su
amor por nosotros. Lo que puede suceder es que, a veces, en medio de nuestros
afanes y de que todo tiende a convertirse en costumbre, olvidamos los
beneficios que Dios nos ha otorgado en su Hijo; por eso es importante, que
diariamente le expresemos a Dios con el salmista: ¡dame un espíritu nuevo y
fiel! ¡Hazme sentir de nuevo el gozo de tu salvación!
Por último, Jesús ha
conocido y padecido el dolor, la
angustia y ha vencido. Por eso Él es nuestro auxilio, es Él quien resplandece
en nuestro horizonte, cuando abatidos levantamos los ojos y nos preguntamos,
¿de dónde vendrá nuestro auxilio?
“In hoc signo
vincet”: con este signo vencerás. Cristo, su pascua, es el signo de nuestra
victoria. Que sus enseñanzas sean nuestra bandera, para que así, cada vez que
nos sintamos sin fuerzas, contemplemos su faz y le escuchemos decir: “Talita
cum”: ¡a ti te digo, levántate!
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