miércoles, 5 de febrero de 2014


“Mejor es estar en las manos de Dios”. Por Iván Muvdi.

 

Lectura del segundo libro de Samuel (24,2.9-17):

En aquellos días, el rey David ordenó a Joab y a los jefes del ejército que estaban con él: «Id por todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Berseba, a hacer el censo de la población, para que yo sepa cuánta gente tengo.»

Joab entregó al rey los resultados del censo: en Israel había ochocientos mil hombres aptos para el servicio militar, y en Judá quinientos mil.

Pero, después de haber hecho el censo del pueblo, a David le remordió la conciencia y dijo al Señor: «He cometido un grave error. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo, porque ha hecho una locura.»

Antes que David se levantase por la mañana, el profeta Gad, vidente de David, recibió la palabra del Señor: «Vete a decir a David: "Así dice el Señor: Te propongo tres castigos; elige uno, y yo lo ejecutaré."»

Gad se presentó a David y le notificó: « ¿Qué castigo escoges? Tres años de hambre en tu territorio, tres meses huyendo perseguido por tu enemigo, o tres días de peste en tu territorio. ¿Qué le respondo al Señor, que me ha enviado?»
David contestó: « ¡Estoy en un gran apuro! Mejor es caer en manos de Dios, que es compasivo, que caer en manos de hombres.»

Y David escogió la peste. Eran los días de la recolección del trigo. El Señor mandó entonces la peste a Israel, desde la mañana hasta el tiempo señalado. Y desde Dan hasta Berseba, murieron setenta mil hombres del pueblo. El ángel extendió su mano hacia Jerusalén para asolarla.
Entonces David, al ver al ángel que estaba hiriendo a la población, dijo al Señor: «¡Soy yo el que ha pecado! ¡Soy yo el culpable! ¿Qué han hecho estas ovejas? Carga la mano sobre mí y sobre mi familia.»

El Señor se arrepintió del castigo, y dijo al ángel, que estaba asolando a la población: « ¡Basta! ¡Detén tu mano!». Palabra de Dios.

 
R/. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado

Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito. R/.

Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. R/.

Por eso, que todo fiel te suplique
en el momento de la desgracia:
la crecida de las aguas caudalosas
no lo alcanzará. R/.

Tú eres mi refugio,
me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación. R/.

 
Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,1-6):

En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»

Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»

No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando. Palabra del Señor.

 Reflexión:

 La Palabra de Dios, de la liturgia de hoy, inicia presentándonos al Rey David en la cumbre de su reinado. Ya ha logrado la unificación de todo Israel, se ha instaurado como el monarca de todo el país y se ha asentado en Jerusalén como la capital de su reino.

Se le ocurre a David hacer un censo. Un podría preguntarse ¿por qué molestó a Dios esto? ¿Por qué fue un pecado? Y la respuesta es sencilla: “porque con este hecho, David expresó que el éxito de su obra, la seguridad militar frente a sus vecinos hostiles, se hallaba en el número de soldados de su ejército”. Era Dios quien le había elegido, era Dios quien le dio la victoria frente a Goliad, fue Dios quien le favoreció, quien le bendijo con el éxito, quien lo sentó en el trono y quien mantuvo a raya a sus enemigos. David desconoció esto y por eso cometió un pecado.

Esta historia se repite una y otra vez en nuestra propia vida; ¿Cuántas veces no hemos sido nosotros los que le hemos negado la gloria a Dios atribuyéndonos sus triunfos y victorias? ¿Cuántos hombres no han pensado que sus triunfos son sólo el producto de sus cualidades personales y de sus capacidades?

Ya nos lo había dicho Jesús: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos… Sin Mí, nada podéis hacer”.

Pese a lo anterior, es loable resaltar la capacidad que tenía David para reconocerse pecador frente a Dios. Su fragilidad lo llevaba con facilidad al pecado, pero su corazón le llevaba con facilidad a Dios. Ojalá que nos sumerjamos en el Espíritu Santo para perseverar en la práctica de la virtud; sin embargo, si por nuestra debilidad caemos en el pecado, ojalá estemos siempre dispuestos a reconocer con prontitud nuestras faltas, arrepentirnos y pedir perdón por ellas.

La Escritura siempre insiste en enseñarnos que todo lo que hacemos trae consigo consecuencias. Es una concepción primitiva pensar que Dios pueda causarnos males como castigos por nuestras faltas. Como lo sabemos, la paga del pecado es la muerte, no hace falta que Dios nos castigue, pues nuestras mismas acciones pecaminosas nos someten a situaciones dolorosas. Pero en medio de estas situaciones, la mejor elección es colocarnos en manos de Dios como lo hizo David. Es mejor estar en manos de Dios, que es misericordioso, que en manos de los hombres que se ensañan en la venganza y en el desconocimiento de su fragilidad personal. Es esto lo que también nos muestra el texto del Segundo Libro de Samuel; ante la plegaria de David, se detiene el mal, pues Dios actúa y libera de dicho mal.

El salmo responsorial refuerza el hecho de que Dios siempre nos ofrece su amor misericordioso; siempre que, nos acerquemos con confianza y sinceramente arrepentidos, Dios nos perdona nuestros pecados. “Te confesé, Señor, mi culpa y tú perdonaste mi pecado”. Continúa el salmo animándonos, a pesar de tus pecados, no dejes de buscar en Dios su amor, su misericordia, por ello exclama el salmista: “que todo fiel te suplique en el momento de la desgracia y las crecidas de las aguas no le alcanzarán”. Pienso que una de las grandes ofensivas del maligno, además de hacernos caer en la relatividad moral de hoy, donde ya nada es pecado; es hacernos creer que nuestros pecados no tienen perdón, que Dios no está dispuesto a perdonarnos para lograr con ello desanimarnos. Hay que perseverar, pues aunque Dios es justo y pagará a cada uno conforme hayan sido sus obras, también es amor y perdón; pues es el mismo Dios justo el que se ha hecho hombre para cargar con nuestros pecados y extender sus brazos en la cruz. También esto se resalta en la primera lectura de hoy: “si por la desobediencia de uno, entró la muerte al mundo; por la obediencia de uno entrará la salvación y la vida”.

En el Evangelio, vemos que Jesús no logra hacer ningún milagro en su territorio, porque quienes le rodean creen conocerlo por haberle visto crecer, se acostumbraron tanto a su humanidad que no lograron ver su divinidad, la cuestionaban, la ponían en duda y Dios que quiere siempre bendecirnos y colmarnos con sus dones, no pudo hacerlo; no porque su poder dependiera de nosotros, sino porque Él no nos dará nada a la fuerza. Así nos ocurre a nosotros cuando ante nuestra desesperación frente a las dificultades esperamos que Dios actúe de una manera portentosa y buscamos tales manifestaciones, hasta con ánimo supersticioso, que nos auto incapacitamos, nos auto enceguecemos hasta el punto de no poder distinguirlo en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida. Dios siempre actúa en nosotros y por nosotros; “el guardián de Israel no duerme”.

QUEDAOS CON DIOS!

No hay comentarios.:

Publicar un comentario