sábado, 11 de enero de 2014


Señor, si quieres, puedes limpiarme. Por Iván Muvdi. (La sanación de un leproso):

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan (5,5-13):

 ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo. Si aceptamos el testimonio humano, más fuerza tiene el testimonio de Dios. Éste es el testimonio de Dios, un testimonio acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios tiene dentro el testimonio. Quien no cree a Dios le hace mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y éste es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna. Palabra de Dios.

Sal 147,12-13.14-15.19-20

R/.
Glorifica al Señor, Jerusalén

Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. R/.

Ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz. R/.

Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos. R/.


Lectura del santo evangelio según san Lucas (5,12-16):

 Una vez, estando Jesús en un pueblo, se presentó un hombre lleno de lepra; al ver a Jesús cayó rostro a tierra y le suplicó: «Señor, si quieres puedes limpiarme.»
Y Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero, queda limpio.» Y en seguida le dejó la lepra.
Jesús le recomendó que no lo dijera a nadie, y añadió: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les conste.»
Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírle y a que los curara de sus enfermedades. Pero él solía retirarse a despoblado para orar.

Palabra del Señor .


Mis queridos hermanos, quisiera iniciar nuestra reflexión resaltando dos ideas del escrito que nos presenta San Juan en su primera carta:

 1. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo.

En el vocabulario de san Juan sabemos que el término "mundo" significa: «al hombre encerrado en sí mismo y tentado de construirse y salvarse por sus propias fuerzas». De hecho, el verdadero cristiano ha vencido esa tentación: no vive replegado en sí mismo, sino abierto a Dios... ha vencido la ridícula y vana tentativa de querer «divinizarse» por sí mismo y deja el éxito de toda su vida en las manos de Dios.

En el mundo que nos rodea, en nuestro entorno personal y comunitario, se libra una batalla sin precedentes; debido a ello y a las consecuencias de nuestros pecados, están presentes en nuestro mundo: el egoísmo, la injusticia, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. San Pablo, en su carta a los Efesios nos lo reafirmará cuando nos escribe: “porque no estamos luchando contra poderes humanos, sino contra malignas fuerzas espirituales del cielo, las cuales tienen mando, autoridad y dominio sobre el mundo de tinieblas que nos rodea. (Ef 6, 12).

San Juan nos da la clave para que podamos vencer y no es otra que Cristo mismo; nuestra fe en Él, pues nos dice el apóstol que quien vence es el que cree que Jesús es el Hijo de Dios. Por medio de la fe, el hombre responde a Dios que viene a su encuentro; la fe nos permite que con confianza nos coloquemos en las manos de nuestro Dios y Señor, porque ella nos da la certeza de que con Él todo será mejor, todo será para nuestro bien.

Ahora bien, el apóstol Juan no sólo nos presenta a Cristo como aquel que nos da la victoria, sino que además nos dice que ha venido con agua y con sangre.

El agua, signo de vida y purificación, necesariamente nos indica el bautismo; y la sangre, (signo de entrega total, de testimonio máximo, de martirio (bautismo de sangre), nos indica el sacrificio redentor de Cristo.

Nuestro Dios y Señor, por medio del bautismo, nos ha hecho su posesión, nos ha marcado con su sello indeleble y nos ha revestido con su gracia para ser “otros Cristo” (alter christus), llevando su testimonio de amor en nosotros. Es menester pedir a Dios nos conceda la gracia de vivir nuestros compromisos bautismales con fidelidad y con un amor que cada día se acrecienta y se renueva para ser mejor.

Jesús mismo nos dirá en el Evangelio de Juan: “En el mundo, ustedes habrán de sufrir; pero tengan valor, Yo he vencido al mundo”. No se trata sólo de advertirnos sobre el mal que causa nuestro sufrimiento, sino que antes de esta advertencia, nos dice: “les digo esto para que encuentren paz en su unión conmigo”. (Jn 16,33). ÉL ES QUIEN HA VENCIDO Y SÓLO EN ÉL NOSOTROS VENCEREMOS.

 

2. El que cree en el Hijo de Dios tiene dentro el testimonio.

Sólo puede dar testimonio aquel que es testigo; como nos lo dice nuestro Señor: “nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera darlo a conocer”. Jesús es el testigo por excelencia, porque Él es el logos (o conocimiento) del Padre; por eso su testimonio es verdadero y digno de toda confianza. Sin embargo, a manera de comparación, yo quisiera referirme a las antiguas piedras de testimonio. Cada vez que un hombre de Dios recibía un beneficio de Éste, lo primero que hacía era construir un altar o colocar una “piedra de testimonio”; que podía ser una gran piedra que recordara los beneficios recibidos o la experiencia vivida, o un cúmulo amontonado de piedras que serviría sobre todo para las generaciones futuras.

Todos los que hoy vamos tras los pasos e Jesús, lo hacemos, pienso yo, no por costumbre; sino porque hemos vivido una experiencia de fe que nos da la certeza de que servimos y somos amados por un Dios verdadero, un Dios vivo, un Dios persona; no una fuerza, no una luz, no algo producto de la credulidad de alguien. Dios es una realidad y lo es en nuestras vidas. Pienso, que el mismo Dios, con su amor infinito, con  el gesto inigualable de darnos a su Hijo, por habernos hecho morada de su Espíritu, ha erigido sobre nuestro corazón a Cristo, su amado Unigénito, como roca perpetua, inconmovible, como nuestro más alto refugio, como nuestra fortaleza que nos resguarda, como nuestro sol y nuestro escudo. En Él, mis muy amados hermanos, VENCEREMOS. Como alguna vez dijo Francisco de Asís: “En el mar, las olas se elevan como grandes montañas; pero al final, en la playa, terminan siendo espuma”. En Dios venceremos, no importa cuán grande ante nuestros ojos se presenten los problemas, VENCEREMOS, porque Él ya ha vencido por nosotros.

San Pablo, en la citada Carta a los Efesios, nos dice de qué consta la armadura que Dios nos ha dado en su Hijo para vencer: (Ef 6, 14-18).

·      Revestirnos de la Verdad.

·      Protegernos con la rectitud.

·      Anunciar el mensaje de la paz.

·      Toma la fe como nuestro escudo para resistir las flechas que nos lanza el maligno.

·      Que la certeza de la salvación sea nuestro casco.

·      Que sostengamos la espada de la Palabra de Dios.

·      No dejar de orar.

·      Mantenernos alerta, sin desanimarnos.

 

Si quieres puedes limpiarme…

 

Para ser auténticos testigos de la victoria de Dios en nosotros, es necesario despojarnos del hombre viejo; dejar atrás todo aquello que desdice de nuestro ser cristiano y dejarnos impetrar por Jesús; que sea Él quien se manifieste a los demás a través de nosotros “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. (Gal 2,20). Pero antes de terminar en la frase que acabo de citar, primero nos dice Pablo, “con Cristo he sido crucificado”. Entonces, hermanos, la victoria que inicia en este mundo concluirá en el momento en que Dios lo sea todo en todos, en el momento en que sea una realidad para nosotros aquello que Dios ha preparado para los que lo aman. Cosas que nadie ha visto ni oído y ni siquiera pensado. (1 Co 2,9). Sin embargo, ello no implica que ahora, mientras vivimos en este mundo, Dios, de manera mágica nos evitará el sufrimiento. “Pare de sufrir” no es lo que Dios nos ofrece, por el contrario, tomar la cruz de cada día y seguirle.

 

Señor, Jesús; hoy me acerco a Ti como una vez lo hizo el leproso del cual nos habla la Escritura el día de hoy; vengo ante ti cubierto por las llegas de mi pecado, de mi orgullo. He sido lacerado por el deseo de huir del sufrimiento cuando Tú mismo, por amor, permaneciste en la cruz y aún faltándote el aire, no dejaste de darnos el testimonio de tu amor en cada palabra y en cada frase para que se cumplieran las Escrituras.

Me coloco a tus pies y con humildad, con amor, te abro mi corazón y desde lo más profundo de mi alma te imploro: “Señor, si quieres, puedes sanarme de mi enfermedad”; de mi orgullo, de mis vacilaciones en la fe, en la confianza y en el amor. Sáname de todo aquello que impida en mí el triunfo de tu gracia, libérame de todo aquello que me separe de Ti; para que lleno de Ti, pueda llevarte hasta mis hermanos y para que sea una realidad en mí la oración de tu siervo Francisco de Asís: “Hazme un instrumento de tu paz, haz que donde haya odio, lleve yo el amor, donde haya injurias, lleve yo el perdón; donde haya dudas lleve yo la fe, donde haya oscuridad lleve yo la luz, donde haya desaliento lleve yo la esperanza; donde tú no estés te lleve yo a Ti. Que no pierda más tiempo, Señor, fui creado por ti y para ti; no hay otro camino por el cual pueda cantar victoria sino es en el camino del amor, de la entrega total y radical a Ti y a tu servicio. Tuyo soy y tuyo quiero ser.

Quedaos siempre con Dios!
 






























 

















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