lunes, 13 de enero de 2014


“Por ti, Señor, vale la pena dejarlo todo”. Por Iván Muvdi.

Comienzo del primer libro de Samuel (1,1-8): 

Había un hombre sufita, oriundo de Ramá, en la serranía de Efraín, llamado Elcaná, hijo de Yeroján, hijo de Elihú, hijo de Toju, hijo de Suf, efraimita. Tenía dos mujeres: una se llamaba Ana y la otra Fenina; Fenina tenía hijos, y Ana no los tenía. Aquel hombre solía subir todos los años desde su pueblo, para adorar y ofrecer sacrificios al Señor de los ejércitos en Siló, donde estaban de sacerdotes del Señor los dos hijos de Elí, Jofní y Fineés. Llegado el día de ofrecer el sacrificio, repartía raciones a su mujer Fenina para sus hijos e hijas, mientras que a Ana le daba sólo una ración; y eso que la quería, pero el Señor la había hecho estéril. Su rival la insultaba, ensañándose con ella para mortificarla, porque el Señor la había hecho estéril. Así hacía año tras año; siempre que subían al templo del Señor, solía insultarla así.
Una vez Ana lloraba y no comía. Y Elcaná, su marido, le dijo: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te afliges? ¿No te valgo yo más que diez hijos?» Palabra de Dios.

 Sal 115,12.13.14.17.18.19

 R/. Te ofreceré, Señor, un sacrificio de alabanza.

 ¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre. R/.
 Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor. R/.
 Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén. R/.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,14-20):

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.

Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago.

Jesús les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él. Palabra del Señor.
En la primera lectura, la Escritura nos habla sobre la situación de Ana, esposa de Elcaná, quien lloraba y no comía debido a que no había podido ser madre por causa de una esterilidad. Debemos recordar que Israel se levantó bajo la bendición de Dios que prometió a Abraham una descendencia sin límites y en la esperanza del advenimiento del Mesías, el cual, nacería de una mujer judía; por esta razón, ser estéril, representaba estar bajo maldición, representaba el no poder nunca tener la bendición de ser madre del mesías, situación con la que soñaría cualquier mujer israelita. Además de esto, era motivo de sufrimiento la burla que Ana tenía que soportar por parte de la otra mujer de Elcaná, quien ya le había dado  a su marido dos hijos.

Llama la atención la frase: “el Señor la había hecho estéril”. En reiteradas ocasiones he insistido en que no es posible esperar de Dios algún mal. Incluso, podrán encontrar en el archivo de este blog un escrito fechado el 19 de diciembre de 2013 donde la reflexión se basó en los casos de la mujer de Manoa (mujer estéril que luego dará a luz a Sansón) e Isabel, prima de María (mujer de Zacarías, que por su esterilidad no podía ser madre, ya había llegado a la ancianidad y Dios le concedió ser madre de Juan el Bautista). Esta frase se debe a la concepción veterotestamentaria de que tanto los bienes como los males provenían directamente de Dios y que el recibir los unos o los otros dependían de nuestra conducta; ustedes recordarán a Job, cuya paciencia se resalta hasta hoy; “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó”; “si he recibido de Dios los bienes, ¿por qué no aceptaré sus males? Después de la experiencia de Jesús tenemos, por lo menos, que tener la certeza en dos cosas que tienen relación directa con este asunto:

1.   De Dios lo hemos recibido todo, incluso nos entregó a su Hijo y todo ello se debe a su amor infinito por la humanidad y a su gratuidad, no porque lo merezcamos o nos lo hayamos ganado. “Alabado sea el Señor y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues en Cristo nos ha bendecido en los cielos con toda clase de bendiciones espirituales. Dios nos escogió en Cristo desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin defecto en su presencia. Por su amor, nos había destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, hacia el cual nos ordenó, según la determinación bondadosa de su voluntad”. (Ef 1, 3-5).

2.   De las cosas malas que puedan ocurrirnos y que se derivan de un proceder equivocado, de nuestra fragilidad, del hecho de faltar al deber objetivo de cuidado, a nuestra irresponsabilidad o a la de terceros, y en definitiva de nuestra condición de pecadores, Dios, por su bondad y amor infinito lo orienta todo hacia sí haciendo de nuestra vivencia personal una verdadera historia de la Salvación: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de        quienes lo aman, a los cuales Él ha llamado de acuerdo con su propósito”. (Ro 8, 28).

 Teniendo claro lo anterior quisiera compartirles lo siguiente:

 Aunque el texto de hoy no lo menciona, podemos deducir por el encuentro de Ana y el sacerdote Elí en el Santuario, que ante la situación adversa, Ana, eligió el mejor camino, el cual fue, colocarse en manos de Dios que es la plenitud del amor. La misma Escritura nos recalca que la oración de Ana era prolongada. Y Dios respondió, Él no se queda inmóvil o inconmovible ante nuestras lágrimas.

Muchas veces permitimos que las situaciones dañinas o adversas causen estragos en nosotros porque fijamos nuestros ojos en el daño que recibimos, en el sufrimiento que padecemos o en la injusticia de una situación; sin embargo, aunque esto es humano y por ende normal, un auténtico cristiano está llamado a ser extraordinario en la medida en que se entrega completamente a Dios en la certeza de que sus ruegos serán escuchados y lo mira todo desde la óptica de la fe, inmerso en la confianza en Aquel que no defrauda y que es omnipotente. Entonces, al igual que Ana, pidámosle al Señor que nos conceda la gracia de retirar nuestros ojos de la adversidad y fijarlos en Él, en espera de que abra sus manos y nos sacie con sus bienes.

El otro aspecto que nos muestra la primera lectura es precisamente este, saber esperar, es muy difícil poder hacerlo cuando nos desesperamos, pero es precisamente la constancia en el tiempo lo que reafirma nuestra convicción en Dios. Dice un dicho popular que quien espera y espera, desespera. Sin embargo, esto no aplica en el ámbito de la fe, pues quien espera en Dios no quedará defraudado. Oh, mi Señor y mi Dios, ¿cuántas veces has actuado en mi historia personal y ni siquiera me he dado cuenta? Concédeme la gracia de ser auténtico testigo de tu obra en mi vida y no un mero espectador inadvertido.

 El Salmo responsorial es la respuesta orante de un corazón que ha sido testigo de lo que Dios ha hecho. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?

Pues el mismo salmista nos responde en dos sentidos:

1.   Te ofreceré, Señor, un sacrificio de alabanza.

2.   Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.

El diccionario nos dice que la alabanza es un reconocimiento de los méritos o cualidades de una persona o de una cosa mediante expresiones o discursos favorables. Por ende, alabar a Dios es resaltar de manera especial sus atributos, en este caso, su amor, su misericordia y su providencia infinita. La única forma de hacerlo, es gozándonos en su amor, sintiéndonos realmente hijos suyos y amados por Él como tales; ser conscientes de que a pesar de nuestras falencias y pecados Él permanece allí, fiel, comprensivo y compasivo para nosotros. Reflexionar y darnos cuenta de que todo lo que recibimos proviene de su generosidad y bondad y no sólo de nuestro esfuerzo: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. (Sal 126).

Con relación al salmo, quiero por último insistir nuevamente en la importancia de dar testimonio de la obra y de las maravillas que constantemente Dios hace en nuestro favor. Dicen que algo que caracteriza al cristiano es precisamente la alegría, el gozo que le produce, no sólo el saberse amado, sino el sentirse amado. Un cristiano amargado no es un buen testimonio.

 El Evangelio de hoy nos trae el eco que ha resonado a lo largo de todos los tiempos del llamado de Dios a hacer parte de su Reino que ha inaugurado Cristo. El llamado es universal, y es radical;  y en este último sentido deberá ser nuestra respuesta. No hay términos medios.

Es posible que muchos sientan miedo precisamente ante la exigencia de tal llamado que implica dejarlo todo. Algunos porque piensan que hay que dejar lo material. No es así, lo que sí hay que evitar es servir a las riquezas, entregarles nuestro corazón y medirlo todo y a todos en razón del dinero.

Otros temen a este compromiso, porque sí han comprendido realmente que, dejarlo todo, implica dejar la impureza, dejar el orgullo, la prepotencia, la mentira, las mañas en los tratos con el otro, el dinero fácil, la infidelidad, el placer egoísta, hedonista y deshumanizado; implica asumir las consecuencias de nuestras faltas, así el hacerlo nos perjudique, etc. Para muchos es más fácil darle la espalda a Dios y permanecer con aquella relación extramatrimonial; con la explotación y trato injusto de aquellos trabajadores, etc.

Se ha cumplido el plazo, ha llegado la hora de que a través de nuestro comportamiento lo que se vea a distancia sea la esfinge del rostro de Cristo, de su amor, de su servicio y no la maldad y la injusticia que nos rodea. Que se note que el Reino de Dios ya está entre nosotros y sobre todo, que ya está EN NOSOTROS.

 Ahora que te he encontrado, mi Señor y mi Dios; no quiero dejarte, no quiero perderte.

Como los discípulos de Emaús te suplico con todo mi corazón: “quédate, Señor, que la tarde está cayendo ya” y Tú no sólo te quedaste con ellos, sino que siempre nos concedes un don mayor: decidiste quedarte en ellos, en la fracción del pan.

Oh mi Señor, quédate en mí, para que mis hermanos te encuentren en mí, en mi proceder, en mi hablar, en mi mirar.

Concédeme la gracia de dejar atrás todo aquello que pueda separarme de Ti y de acoger sólo aquello que me una más a Ti. Tuyo soy, Señor y tuyo quiero ser.


Quedaos siempre con Dios! A Él la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos.
 

 

 

 

 

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